- Por P. Heriberto Herrera / herrerah@gmail.com /
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La señora, de condición humilde, se sienta frente a mí para su confesión. Se quita la mascarilla en señal de respeto. – Tengo cáncer, me dice tranquila, como quien cuenta que tiene un resfriado. Con voz serena me manifiesta que no tiene ningún pecado grave, pero que quiere contarme su vida pasada.
- Por P. Heriberto Herrera / herrerah@gmail.com /
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Un domingo cualquiera a mediodía, al pasar por el jardín de la parroquia, me sale al encuentro un hombre joven, alto, con el rostro sombrío. Me preocupé, pues no imaginaba sus intenciones.
- Por P. Heriberto Herrera BS /
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Su fina voz era apenas audible. Tuve que pedirle que me repitiera sus palabras. El niño, de unos nueve años, hizo el esfuerzo. Con la vista baja me confesó que había pensado pasarse a la mara.
Me quedé sin habla. ¿Qué le podía decir yo? En su casa son tres hermanos que viven en permanente conflicto. Sus papás no se preocupan por fomentar la concordia familiar. El niño está cansado del ambiente opresivo en la familia.
- Por Heriberto Herrera /
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La señora quería confesarse. No le pregunté por su edad, pero calculé que estaría cercana a los setenta años. Era evidente que había llevado una vida de estrechez económica aguda.
Me contó que había acudido al médico por una dolencia. Sin embargo, este le había detectado una seria insuficiencia cardíaca que la colocaba en alto riesgo. De hecho, ella sentía un fuerte dolor en el pecho más otros síntomas peligrosos.
Me dijo que no quería someterse a ninguna operación. – Ya viví lo suficiente; he servido al Señor; cuando él quiera, estoy dispuesta- me dijo. Su voz no tenía nada de trágico ni de heroico. Me lo decía con firmeza y naturalidad.
¿Qué le iba a decir yo? Para mis adentros, la admiré. Cómo me gustaría llegar al final de mi vida con esa naturalidad desarmante.
Esa anciana pobre, sumamente delgada por las evidentes privaciones de su vida trabajosa, me daba una lección límpida: La vida tiene un comienzo y un final; hay que vivirla con responsabilidad y gratitud; cuando se aproxime el final, se acepta como una fase esperada.
Nunca he entendido ese encarnizamiento terapéutico a que se ven sometidos los pacientes en fase terminal por parte de los parientes. Estos quieren demostrarle su cariño prolongándole el sufrimiento. Ese proceder es inmoral. ¿A título de qué martirizamos a un ser querido multiplicando innecesariamente sus terribles dolores?
¿Por qué será que nos cuesta tanto aceptar la muerte, la nuestra y la de los demás? La compasión por el enfermo terminal debería implicar el dejarlo morir con dignidad.
Es un espectáculo denigrante ver a un enfermo terminal atado a un lecho, con tubos insertos en todos sus orificios corporales, en un intento desesperado por retener la vida que se escapa.
Cuando leí que el cardenal Carlos Martini prohibió que le practicaran intervenciones quirúrgicas en la fase terminal de su enfermedad, me alegré. Pidió que solo le suministraran medicamentos atenuantes del dolor mientras le llegaba la muerte.
La medicina moderna ha evolucionado de tal modo que puede retardar indefinidamente el momento de la muerte. Se considera eso como un avance. En realidad, es una crueldad.
Ojalá Dios me conceda la gracia y fortaleza de aceptar mi muerte con corazón agradecido por el don de la vida.
De Dios venimos y a Dios volvemos.
- Por Heriberto Herrera BS /
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Un nuevo estremecimiento en el Vaticano: maniobras sucias en el manejo de sumas ingentes de dinero en su banco. Este tipo de maniobras de parte de los grandes bancos del mundo son tan frecuentes que ya se han vuelto lugar común. Pero que el escándalo estalle en el Vaticano, eso corre como relámpago por todo el mundo. Peor todavía cuando el de la foto es un prelado con cara de piadoso.
- Por Heriberto Herrera / herrrerah@gmail.com /
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Aquel hombre pidió confesarse. Faltaban minutos para empezar la misa. Le dije: - Si es breve, lo confieso ya; de lo contrario, tendrá que esperar que termine la misa. Me dijo que esperaría porque necesitaba hablar conmigo por lo largo.
- Por P. Heriberto Herrera BS /
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Son alegres, pero con una alegría espontánea, no estereotipada. Rezan, no con fórmulas cansinas, sino como quien conversa con Dios. Cantan con toda el alma, como una sola garganta, con voces perfectamente afinadas. Saludan con la ingenuidad iluminada en el rostro.