Imágen de Arguez tomada de flickerfree El Año de la Fe, que acaba de comenzar, apunta a una dirección bien definida: descubrir la fe como una experiencia viva nacida del encuentro con Cristo y que ilumina y da calor a nuestra existencia.

El reto es superar un concepto de fe demasiado intelectual. Basta recordar cómo los niños que se preparaban a la primera comunión debían memorizar multitud de preguntas y respuestas. Remozar los lenguajes eclesiásticos adoptando un modo de hablar más humano, al estilo de Jesús.

La tarea no va a ser fácil. Quizá tengamos una esclerosis mental que nos dificulte imaginar otro modo de vivir nuestra fe cristiana.

Habrá que infundir más calor y alegría a nuestras rígidas y monótonas celebraciones religiosas.

Tendremos que aprender a hablar a la comunidad cristiana sobre la belleza y bondad de Dios y arrinconar la imagen de un Dios temible.

¿Quién no ha sufrido de angustia a la hora de confesarse? ¿Cómo transformar las intimidantes confesiones en experiencias gozosas de la alegría de Dios que recupera una oveja perdida? El Evangelio habla de fiesta, no de reprimenda.

Vivir la frescura de las bienaventuranzas. Estar sorprendidos por haber encontrado a un Cristo que es luz, camino, verdad, vida, paz. Y que la sorpresa derive en gratitud y alabanza, condición indispensable para una celebración litúrgica con sentido.

Que la moral cristiana sea una propuesta entusiasmante de vida según el Espíritu, y no quede reducida a una paralizante visión de miedos y morbos.

La nueva frontera, bastante lejana por cierto, es el ingreso de los laicos en la comunidad eclesial con voz y voto, con colaboraciones propias de adultos responsables. Ya no se sostiene el concepto de laico como simple receptor algo infantilizado de servicios religiosos o ejecutor sumiso de directivas emanadas desde “arriba”.

Descubrir la oración como un diálogo con Dios Padre, nutrida de la Palabra de Dios, estimulada por el Espíritu. Entonces no nos quedaremos en repeticiones mecánicas de oraciones formales y cumplimiento de observancias religiosas decretadas.

El nuevo cristiano será alguien ávido de Evangelio, entusiasmado por seguir a Jesús en su estilo de vida, identificado con su comunidad de fe, constructor de una sociedad justa y solidaria, contagiado con el optimismo del Señor de la historia.

Y con el sello de la alegría en el rostro y en el corazón.

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