Adoración de la cruz. Viernes santo. Debo presidir la celebración en la comunidad indígena qeqchí Tontem, perteneciente a Carchá, en Guatemala. En un resistente pick up viajo por media hora sobre una excelente carretera que serpentea entre cerros cubiertos de intenso verde vegetal. Otra media hora corresponde a un estrecho camino de piedra que se va haciendo cada vez más complicado en subidas y bajadas a la mínima velocidad.

La ermita de Tontem es espaciosa, de techo bajo. Está rodeada de cultivos. Las casas desperdigadas entre las siembras. Son las diez de la mañana y el calor es pesado. La población está celebrando el vía crucis a paso lento camino abajo. Llegarán a las once a la ermita. Con la poca gente que ha quedado a su sombra platico de todo y de nada.

De repente descubro a una mujer mayor acostada de lado en una estrecha banca. Pregunto si está enferma. – Está cansada, me dicen. Es una anciana que ha venido desde una aldea cercana a participar en la ceremonia religiosa. Ha caminado por los altibajos del camino pedregoso bajo un sol abrumador; una distancia suficiente para cansar a una persona normal.

Hay personas que se quieren confesar. Me instalo en un pequeño espacio adyacente a la ermita. Entre los penitentes aparece la señora. Espera apoyada en el umbral de la puerta. Es evidente su agotamiento. Llegado su turno, inicia un trabajoso caminar a pasitos inseguros apoyada en un endeble bastón rústico. Se sienta trabajosamente en la silla junto a mí. Me cuenta que ha venido porque quiere confesarse. Le explico que, finalizada la celebración religiosa, yo la llevaré en el pick up hasta su aldea. Debo repetirle varias veces la propuesta. Llevarla no es problema para mí, pues queda en mi ruta.

Las ceremonias religiosas indígenas son pausadas. El vía crucis culmina frente a la ermita. Terminado el último rezo, niños, mujeres, hombres invaden apresurados y sudorosos el humilde templo. La ceremonia se desarrolla con solemne gravedad, con el tiempo distendido.

Al final, soy invitado a comer con los principales de la comunidad. El almuerzo está preparado en un salón vecino a la ermita. Los comensales somos numerosos, la comida es frugal.

Luego, las despedidas. Me divierto saludando a los niños, que se divierten con mi saludo desacostumbrado para ellos. Al abordar el pick up, se presenta un problema serio. Hay otra anciana bastante debilitada que me pide ser llevada en el vehículo. El problema no es el espacio. El pick up está prácticamente invadido por gente que aprovecha mi viaje para ahorrarse una caminata. El problema es que esta nueva señora vive en dirección opuesta a la primera.

¿A cuál de las dos dejo desamparada? De repente, vislumbro la solución salomónica. Primero, iré a dejar una a su comunidad y después regresaré para llevar la otra. Por suerte, las aldeas quedan relativamente cercanas para quien viaja en vehículo. Con el pick up atestado de personas, cubrimos la distancia extra que, para todos resultó un paseíto inesperado.

Por esa obra de caridad no merezco ninguna recompensa, pues se trataba de una ayuda que no me costaba nada. Pero el testimonio de ambas ancianas que habían hecho un esfuerzo heroico para asistir a la celebración del viernes santo, eso sí me lo guardo como un recuerdo imborrable.

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