mujer La señora, de condición humilde, se sienta frente a mí para su confesión. Se quita la mascarilla en señal de respeto. – Tengo cáncer, me dice tranquila, como quien cuenta que tiene un resfriado. Con voz serena me manifiesta que no tiene ningún pecado grave, pero que quiere contarme su vida pasada.

Normalmente me resisto a esos recuentos de pecados lejanos. Considero que no es saludable estar revolviendo el pasado. Pero, en atención a su serenidad, la dejo hablar.

Creció casi en la calle, pues sus padres no se preocuparon de ella. Fue violada en su adolescencia. Uno tras otro, varios hombres la engañaron con promesas de unión conyugal.

Con voz serena me va narrando su cadena de horrores. La dejo hablar, sin interrumpirla. Me impresiona su sentido de dignidad, a pesar de tanto trauma vivido.

El relato es largo y pormenorizado. Intuyo que es importante para ella esta catarsis. Me conmueve su historia de tanto dolor acumulado.

Le hablo del amor de Dios. Le explico que el sacramento de la confesión tiene un efecto sanante. La animo a confiar en el cariño que Dios le tiene. La invito a no mirar más hacia el pasado, sino a concentrarse en su Padre Dios, que la transforma en una persona nueva.

Levanto mi mano para implorar la misericordia de Dios sobre esa hija suya tan sufrida. Trazo sobre su cabeza la señal redentora de la cruz.

Es entonces que unas lágrimas silenciosas resbalan sobre sus mejillas enflaquecidas. Levanta el rostro y me mira en silencio. Y en silencio se retira.

Compartir