violencia Un domingo cualquiera a mediodía, al pasar por el jardín de la parroquia, me sale al encuentro un hombre joven, alto, con el rostro sombrío. Me preocupé, pues no imaginaba sus intenciones.

El hombre pide confesarse. Allí, en medio del jardín, de pie, abrió su corazón. Hacía pocos días, al regresar a su casa, la encontró patas arriba. Unos ladrones habían revolcado todo, se habían llevado lo que quisieron y dejaron una nota amenazante exigiendo una alta suma de dinero.

Esa inesperada experiencia lo dejó traumado. De repente, todo su mundo se derrumbó. El único camino viable: escapar a Estados Unidos. Por suerte, contactó un amigo allá que le ofreció apoyo.

Le quedaban pocos días para organizar y desorganizar. Había que borrar apresuradamente su mundo de acá: trabajo, novia, amigos. El viaje al norte debía hacerse con el mayor disimulo, pues se sabía vigilado.

Desde ese fatídico día ya no pudo dormir. Su apetito desapareció. La paranoia se apoderó de él. Sentía que ojos ocultos lo seguían por todas partes. Incluso durante la misa, a la que acababa de asistir.

Su vida se transformó en una pesadilla. Imposible vivir en el país. Incertidumbre y soledad en su nuevo mundo. Dolor por perder todos sus lazos afectivos.

¿Historia excepcional? No. Casos parecidos habrá a millares en El Salvador. De repente desaparecen silenciosos, aterrorizados, sin nada en las manos. Tres o cuatro personas conocen su historia. Entre menos, mejor.

Mi amigo tuvo suerte. Otros reciben cuatro balazos.

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