Todo niño tiene derecho a vivir en una familia feliz. Su fina voz era apenas audible. Tuve que pedirle que me repitiera sus palabras. El niño, de unos nueve años, hizo el esfuerzo. Con la vista baja me confesó que había pensado pasarse a la mara.

Me quedé sin habla. ¿Qué le podía decir yo? En su casa son tres hermanos que viven en permanente conflicto. Sus papás no se preocupan por fomentar la concordia familiar. El niño está cansado del ambiente opresivo en la familia.

¿Qué le podía decir yo? Sus hermanos seguirían siendo agresivos. Sus papás no cambiarían mayormente. Él ya no soporta su condición de víctima. Por tanto, no me sentía con fuerzas para darle palabras de aliento que poco le ayudarían.

Esa vocecita apenas audible, esos ojos bajos, ese niño frágil atrapado en una situación de agobio me atenazaron el corazón. ¿Qué podía hacer yo?

Respiré hondo y traté de que mis palabras no tuvieran un tono alarmista o de fingido estilo paternal. Intenté ayudarle a comprender que su ilusión por buscar refugio en la mara era un espejismo. Que la violencia de la mara sería peor que la experiencia familiar.

El niño apenas me miraba. Yo intuía que me escuchaba con educación, pero la duda me desalentaba sobre si mi simulada serenidad tendría algún efecto real en el alma de ese niño viviendo una niñez envenenada por la violencia.

Quise transmitirle confianza, aprecio, calor humano. ¿Cuánto le duraría el efecto calido de mi mensaje?

El niño agradeció mi apoyo, se levantó y se fue. Creo que no lo volveré a ver. Creo que su horrible experiencia familiar seguirá igual. Creo que la tentación de unirse a la mara volverá insistente.

La impotencia ante una tragedia infantil me deja descorazonado.

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