¿Dónde estás Señor... ? Aquel hombre pidió confesarse. Faltaban minutos para empezar la misa. Le dije: - Si es breve, lo confieso ya; de lo contrario, tendrá que esperar que termine la misa. Me dijo que esperaría porque necesitaba hablar conmigo por lo largo.

Después de la misa me estaba esperando. Tuve mis prejuicios: por su porte desaliñado y su aire de vagabundo, pensé que era algún borrachín que quería dinero. Me narraría una de esas complicadas historias truculentas cargadas de mentiras para conmoverme y salirse con la suya. Me he vuelto experto en detectar estos trucos.

Nos sentamos en una banca del corredor. Empezó a contarme las maldades que le hacía la gente. Lo corté por lo sano: - Si quiere confesarse, me dice sus pecados, no los de la gente.

Siguió explicando cómo era víctima de los mareros que lo amenazaban, de las difamaciones de que era víctima, de la gente que se le apartaba.

- ¿Usted quiere confesarse o simplemente hablar conmigo de sus problemas?, le pregunté.

El hombre no captaba esa complicada distinción. Estaba agobiado por enormes problemas y parece que yo era el único en quien podía desahogarse.

Según me dijo, vivía solo. Los mareros lo extorsionaban. De noche, desde su cuarto, los oía hablar en la acera: Matemos a ese hijo de p... No podía dormir. Nadie le daba trabajo, ni siquiera un humilde trabajo. Había pensado abandonar el país, pero no tenía dinero para esa aventura arriesgada.

Me esforcé por entenderlo. De su hablar agitado pude intuir la tragedia en que vivía. Una víctima más de la violencia insensata que se vive en el país. Personas o familias a quienes en un instante, como relámpago diabólico, se les derrumba la vida. Basta una llamada telefónica, un papel deslizado bajo la puerta, un disimulado gesto fatídico de un marero, y la angustia les envenena la vida.

Lo invité a orar. Puse mi mano sobre su cabello desordenado. Lo bendije desde lo más hondo de mi corazón. Sentí cómo se iba serenando. Al final, levantó su rostro para agradecerme. Unas ligeras lágrimas humedecían sus ojos rojos.

Ahora era yo quien me sentía atenazado por la angustia. ¿Por qué suceden estos casos? ¿Por qué aparecen a diario en los periódicos noticias de desaparecidos, torturados, violados, asaltados? ¿Quién contabiliza esas víctimas, esas tragedias? Saltan en un informativo por breves horas y desaparecen para dar espacio a nuevas víctimas. ¿Cuándo cesará esta ola de terror que despezada las vidas de miles de personas inocentes?

¿Dónde estás, Señor, que parece que te has olvidado de tus hijos?

Compartir