Imágen tomada de Flickr free. Navidad tiene algo de magia. Cada año la celebramos y cada año me sorprende. Hay un no sé qué flotando en el aire que contagia. De repente, nos volvemos un poco niños y nos dejamos llevar por ese espíritu navideño intangible, tierno, cálido que invade todo y a todos.

Claro que detesto la comercialización cruda de esta fiesta tan íntima. Aborrezco ese furor comercial que se desata por vendernos todo lo vendible bajo el cliché de la navidad (con minúscula).

Hace algunos años cometí el error de ir a comprar algo urgente a un gran centro comercial cercano unos días antes de la Navidad. Sufrí un choc. Me sentí llevado por un río de gente que iba y venía casi histérica por pasillos y escaleras. Juré no poner más pie en esos negocios durante la temporada navideña. Hasta ahora lo he cumplido.

Hablo de la Navidad religiosa, la que viví este año recién pasado. Nuestra iglesia parroquial se transformó. Cada noche de la novena un grupo diferente celebraba la posada. Era delicioso ver a los niños embelesados con los cantos, las representaciones ingenuas de las escenas bíblicas, las confituras. Tan embelesados que contagiaban a los adultos.

A nosotros los sacerdotes nos tocaba atender a un desfile interminable de piadosos penitentes que buscaban la reconciliación sacramental. Buscaban la paz de Dios, desde el cristiano fiel hasta el pecador inveterado que de repente añoraba la pureza de la vida.

El culmen fue la misa de nochebuena. Una iglesia desbordada de fieles que acudían en grupos familiares a disfrutar del misterio del nacimiento de niño Jesús. Una misa grandiosa concelebrada por varios sacerdotes, animada por numerosos ministros de la eucaristía, acólitos, lectores. Un coro compuesto por niños, jóvenes y adultos, más los músicos con sus sonoros instrumentos de viento y cuerdas.

Al final de la misa, el sacerdote presidente elevó en sus brazos la tierna imagen del Niño Dios para presentarlo a la multitud congregada, que lo reconoció con un inmenso aplauso. Frente al altar estaba preparada una “cuna” para el Hijo de Dios infante. El celebrante invitó a todos los niños pequeños a acercarse. Como por ensalmo, se desbordó de todas las bancas una bandada de chiquitines que, corriendo, se apretujaron alrededor de la cuna. Fue entonces que la muchedumbre de feligreses cantó con garganta y corazón el Cumpleaaaños Feeeliz…. al recién nacido Jesús.

Esa escena me llegó al alma. Lamenté no haber llevado la cámara fotográfica para captar ese remolino de niños felices cantándole al Niño Jesús. Lamento no tener conmigo la gloriosa fotografía, pero sí llevo en mi corazón esa imagen imborrable.

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