- Por Pino Pellegrino /
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Muchos padres y educadores sufren de lo que podríamos llamar el "síndrome del espejo retrovisor": una tendencia a idealizar el pasado y lamentar la pérdida de oportunidades educativas de generaciones anteriores. Esto impide ver las grandes posibilidades que los jóvenes de hoy tienen para ofrecer.
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El "Síndrome del Loro" es una especie de "enfermedad social" que afecta a quienes tienden a repetir lo que otros dicen y a imitar lo que otros hacen. La frase favorita de quienes padecen este síndrome suele ser: "Todo el mundo lo hace".
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Entre las principales enfermedades de la educación, la afasia ocupa los primeros lugares. La afasia, es decir, la dificultad o incapacidad de hablar, corta de raíz la posibilidad misma de educar.
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La pedagogía del bonsái, aunque puede parecer eficiente a corto plazo, resulta ser una enfermedad educativa que priva a los jóvenes de su verdadero potencial. "Educar" significa "sacar a la luz", "despertar" al hombre oculto en cada niño que nace. ¡sólo quien ha emergido, sólo quien ha tenido la experiencia de crecer en sí mismo puede hacer emerger a una persona! ¡Puede hacer crecer solo quien ha crecido!
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No querer a los hijos es inimaginable. Sin embargo, hoy, en las familias, el analfabetismo emocional parece extenderse cada vez más. La falta de ternura está en su punto más alto. Cuando hablamos de “dureza de corazón” no estamos en el terreno de la fantasía. La “esclerocardia” o “dureza de corazón” habita en todo el mundo.
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El psicólogo estadounidense John Powell afirma: “En algunos casos puede parecer aterrador, pero nuestro destino está en manos de nuestros padres. ¡Somos, todos nosotros, producto de quienes nos amaron o de quienes se negaron a amarnos!”.
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La segunda enfermedad de la educación que consideramos es la sobreprotección.
En la playa, dos madres están sentadas en sillas a la orilla de la playa charlando mientras vigilan a sus hijos. Un niño se acerca a su madre: "Mamá, hace calor. ¿Puedo quitarme la camiseta?" "¡No! ¡Te puedes resfriar!". Después de un momento el niño vuelve a preguntar: "Mamá, ¿puedo jugar con la arena?" "¿Estás loco? Te ensuciaras todo". Al minuto siguiente pregunta: "Mamá, ¿puedo entrar al agua?" "¡Ni hablar! Está llena de bacterias". Un poco más tarde: "Mamá, ¿puedo ver a esos chicos jugar al voleibol?". "No, ¿y si te dan un pelotazo?". Estupefacto, el niño se sienta al lado de su madre, que resopla y le dice a la madre de al lado: "¿Ves eso? Es un niño terrible".