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A mis niños les preguntaba en catequesis: "¿Saben por qué quiero enseñarles a rezar? ¿Por qué les doy todos estos libros sobre la Biblia e insisto en que los lean?". La respuesta de una niña de once años llegó, desenfadada, sin pensárselo mucho: "Porque nos quieres y quieres que tengamos una vida feliz".
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Desde que la Organización Mundial de la Salud las presentó, las Habilidades para la Vida se han hecho famosas. Es una forma concreta de responder a la pregunta: ¿qué cualidades hay que educar para educar a un ser humano pleno y feliz?
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El conocido experto en comunicación Jacques Salomé, en su libro "Hablar, entender, comunicar: Vademécum para aprender a dialogar en familia" (Elledici), compara la comunicación familiar con un huerto.
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Los padres siempre tienen la tentación de comparar a sus hijos con los de los demás, y sus hijos entre ellos.
«¡Mi hijo es mucho más inteligente que ese!», «En la escuela, mi hija les saca ventaja a todos...», «Mi hijo es muy bueno en todo...». Algunos padres sobreestiman a sus hijos y les ejercen una enorme presión, con el riesgo de que cada fracaso se viva como un drama. Otros se dedican a las comparaciones degradantes ("Tu hermana nadaba mejor a tu edad"), que solo sirven para desanimar. Positivas o negativas, las comparaciones impiden que el niño construya una identidad sana. Los niños ya están tentados por sí mismos a compararse con los demás y definirse en relación con los hermanos y compañeros, porque también ellos viven en este mundo enfermos de un espíritu de competencia cada vez más exagerado e invasivo.
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Un sociólogo muy citado califica nuestra sociedad de "líquida". Estoy tentado de añadir "y también un poco pantanoso". Todos sabemos que un río sin orillas se convierte en un pantano. Hablar de responsabilidad educativa es hablar de " orillas ", es decir, de cómo construir una vida bella, útil, orientada y fuerte.
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“Pero mamá, ¿tú nunca te diviertes?” Ante esta pregunta “se abrió la tierra bajo mis pies”, escribe Marta Brancatisano. “En aquel momento pensé que todo lo que estaba construyendo con esfuerzo, pero también con entusiasmo, no existía.
Mi empeño por hacer una familia, por tener una casa, por ser la compañera de mi esposo, por colaborar con otros proyectos que creía esenciales para el futuro de la humanidad eran todas cosas que no existían, invisibles y, por tanto, sin significado... Para mi hijo, en todo lo que hacía no había placer y, por tanto, no había sentido”.
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Decirle a un niño “mal educado” es dispararse en el pie. “¿Y quién me va a educar? Tú, ¿no?”, podría responder. Enseñar “buenos modales” hoy en día es una de las tareas más difíciles.