No existen en la vida actos humanos indiferentes. En mayor o menor medida, todo lo que hagamos o dejemos de hacer nos acerca o aleja de Dios. La ‘gracia’ es el favor de Dios manifestado en Cristo, que tiene sus efectos de salvación en el hombre. El amor de Dios al ser humano se manifiesta ante todo y sobre todo en el envío al mundo de Jesucristo, para que todos nosotros podamos ser partícipes de la vida divina (Jn 3,15).

La llamada a la comunión con Dios por medio de su Hijo significa lo más profundo a que puede aspirar el ser humano. El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios precisamente para poder llegar a reproducir la imagen de Jesucristo. Pues Jesucristo es la imagen perfecta de Dios (2 Cor 4,4; Col 1,15).

Ahora bien, sabemos que el hombre ha sido infiel al amor de Dios y se ha colocado en contradicción consigo mismo. Al separarse de Dios, se envilece. Y sufre por ello, y hace sufrir a los demás.

Es así como Jesús, Cabeza de la humanidad, se convierte a la vez e inseparablemente en Redentor de los hombres. No solo hace posible la vocación del hombre a ser hijo de Dios, sino que, nos salva del pecado. Pasamos de la condición de pecadores descendientes de Adán, a la de renacidos en Cristo.

La situación de privación de la gracia con la que nacemos (“Todos pecaron y están privados de la gloria de Dios” Rm 3,23), y el amor redentor de Dios, se hallan presentes ya desde el nacimiento.

El paso (pascua) de Adán a Cristo es, por tanto, necesario para todos durante la vida. “Lo nacido de la carne es carne, hay que nacer de nuevo para ver el Reino de Dios (Jn 3,6). La fe y el bautismo nos unen íntimamente a Jesucristo.

La sobreabundancia de la gracia de Cristo tiene una gran relevancia para todo hombre que viene a este mundo. Puesto que el único fin del hombre es Dios. Desde ese punto de vista, toda la vida del hombre se mueve en una dimensión sobrenatural. Nada puede haber en nuestras vidas que sea indiferente a su fin último.

Tanto si una persona está dentro de las fronteras visibles de la Iglesia, por ser bautizado, como si está fuera de ellas, toda persona se halla marcada desde siempre por Cristo, ya sea que acepte o rechace la comunión de vida con Dios le ofrece (“Dios nos escogió en Cristo desde antes de la creación del mundo para ser santos en su presencia por medio del amor” Fil 1,4).

No existen en la vida actos humanos indiferentes. En mayor o menor medida, todo lo que hagamos o dejemos de hacer nos acerca o aleja de Dios. De ahí se deduce la necesidad de la gracia, ya que todo lo que afecta a la consecución de nuestro fin último supera nuestras fuerzas naturales de criaturas. Y no podemos pensar nada, de todo lo que ocurre en nuestra vida, que no tenga que ver con nuestro fin último. Necesitamos la gracia de Dios.

En la Escritura y el la Tradición de la Iglesia, se nos habla de que el hombre es redimido en cuanto conoce y acepta en su vida el mensaje de Jesús, o sea en cuanto cree en él (“¿Qué tenemos que hacer hermanos? Le preguntaron a Pedro los judíos el día de Pentecostés. Y Pedro les contestó: Conviértanse y bautícense en el nombre de Jesús para perdón de sus pecados y recibirán el Espíritu Santo” Hch 2,38).

Esto no impide la redención de quienes, sin culpa por su parte, no han conocido la revelación cristiana y no están bautizados. Pero deberá producirse en estas personas un proceso de cambio o actitud análoga al de quienes explícitamente se incorporan a su Cuerpo por la fe y el bautismo.

Por ejemplo, deberán buscar con pasión la verdad según sus propias posibilidades, y apegarse con firmeza a los dictados de su propia conciencia, que es la voz de Dios. Este proceso puede ser considerado como una especie de bautismo de deseo, aunque ellos no lo sepan.

 

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