Meditacion248 Para muchos cristianos la Biblia todavía es un “tesoro escondido”. Todavía no se han encontrado, personalmente, con la Palabra de Dios. Muchos, como Marta del Evangelio, van de un lado a otro queriendo quedar bien con Jesús: multiplican sus prácticas de piedad, sus ritos religiosos.



A esos cristianos de prácticas de piedad, pero sin la Biblia en la mano, el Señor les vuelve a decir como a Marta: “Aprende de tu hermana María; ella escogió la mejor parte”. María, hermana de Lázaro, cuando Jesús llegó a su casa, suspendió toda actividad y se sentó a sus pies para no perderse ni una sola palabra que salía de los labios del Señor.

Mientras un cristiano no aprenda a sentarse para oír la Palabra, se estará perdiendo la “mejor parte”; se estará privando del Libro de salvación por medio del cual Dios le provoca la fe, lo lleva a la conversión y le regala el don de su Espíritu Santo. Es, por eso, importantísimo saber cómo acercarse a ese libro de salvación. Cómo tener un encuentro con ese “tesoro inigualable” que Dios ha querido que cada hijo encuentre para su salvación.

San Pedro escribió: “Los profetas nunca hablaron por su propia voluntad; al contrario, eran hombres que hablaban de parte de Dios, dirigidos por el Espíritu Santo” (2P 1,21). El Espíritu Santo es el que ha llevado a los autores a exponer lo que Dios les inspiraba. Es el mismo Espíritu Santo el que nos conduce a nosotros para que podamos internarnos en la Biblia y comprender su mensaje de salvación.

San Pablo resaltaba que el mensaje de la Palabra no lo puede entender el hombre “no espiritual”, sino, únicamente, el “hombre espiritual”. Decía San Pablo: “El hombre natural no puede percibir las cosas que son del Espíritu, para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1Cor 2,14). No basta, entonces, invocar simplemente al Espíritu Santo. Hay que dejarse guiar, purificar por él para poder internarse con luz en la Biblia. Ante la zarza ardiente, se le ordenó a Moisés descalzarse porque estaba caminando sobre terreno sagrado. Para poder acercarse a la Palabra de Dios hay que descalzarse, dejarse purificar por el Espíritu.

Decía Jesús: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ese “ver a Dios” de que habla Jesús se refiere, sobre todo, a ese poder penetrar más y más en el misterio de Dios, en su secreto, que se oculta al hombre “no espiritual” y se revela al hombre espiritual.

Después de mi bautismo en el Espíritu pude constatar algo muy emocionante: Desde niño, en el seminario, me había acercado a la Biblia, pero ahora las palabras tenían un mensaje especial para mí. Esas mismas palabras que había leído tantas veces en la Biblia, ahora cobraban vida, hablaban para mí. Era la obra del Espíritu Santo sin lugar a duda. El Espíritu que va llevando a toda la verdad, que da testimonio de Jesús.

Esta misma experiencia la he comprobado en tantísimas personas a quienes ha sucedido lo mismo en su vida. Cuando el Espíritu Santo los llevó a descalzarse, a un encuentro personal con Jesús, de pronto, experimentaron cómo el libro de la Biblia, que era un libro “sellado” para ellos, se les abría de par y les hablaba. Para comprender la Palabra hay que aprender, de entrada, el lenguaje espiritual de la Biblia, que sólo nos lo puede enseñar el Espíritu Santo.

Jesús nos enseñó una verdad que no debemos olvidar. Dijo: “Padre, te doy gracias porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los sencillos” (Mt 11, 25-26). Los “sabios y entendidos” son los que creen que con su propia inteligencia, nada más, pueden aprender el lenguaje espiritual de la Biblia. Los sencillos son los humildes, los que están convencidos de que sin “el poder de lo alto” se encontrarán dentro de la Biblia como en la “selva oscura” en la que se perdió el poeta Dante.

Me he encontrado con muchos profesionales que ostentan brillantes títulos universitarios y que me dicen que no logran internarse en la Biblia. También, a cada momento, me encuentro con sencillos campesinos que apenas saben leer y que hallan su delicia en la Palabra de Dios. Sin lugar a dudas, para acercarse a la Palabra hay que descalzarse: confesar que sin la ayuda del Espíritu Santo no podemos nunca comprender el lenguaje de Dios.

Parte integrante de la humildad es la obediencia. La Palabra de Dios no fue escrita únicamente para instruirnos, para revelarnos algo. Dios habló para que se le obedeciera. Para llevarnos a la “conversión”, al cambio de vida. De aquí que la obediencia a la Palabra es indispensable. Santiago ponía alerta contra el peligro de convertirse en simples “oidores y no hacedores de la Palabra” (St 1,22). Jesús, en la Última Cena, decía a los apóstoles: “El que recibe mis mandamientos y los obedece, demuestra que de veras me ama. Y mi Padre amará al que me ama, y yo también lo amaré y me mostraré a él” (Jn 14,21). El obediente a la Palabra comprobará cómo Dios lo ama y se le manifiesta; le va descubriendo sus secretos.

Cuando Moisés obedeció y se quitó las sandalias, Dios comenzó a revelarle cuál era su plan de salvación para su pueblo. El mejor ejemplo de obediencia a la Palabra lo exhibe la Biblia en María. Ante el mensaje de parte de Dios Padre, María no tiene otro comentario que decir: “Que se haga en mí según tu Palabra”. En ese momento Dios comienza a encarnarse en María. Cuando, con humildad y guiados por el Espíritu Santo, nos acercamos a la Biblia con el deseo de obedecer lo que Dios manda, en ese momento, Dios comienza a “mostrarse”. Se encarna en nuestra mente y en nuestro corazón.

Jesús ordenó: “Escudriñen las Escrituras porque ellas hablan de mí” (Jn 5,39). “Escudriñar” implica una investigación, una lectura despaciosa y reflexiva. El libro de los Hechos muestra el caso ejemplar de los de la ciudad de Berea que, ante la predicación, iban por su cuenta a consultar las Escrituras para ver si concordaban con lo que se les decía. La predicación debe dejarnos motivados a buscar, personalmente, la Biblia, a “escudriñar” con gozo la Palabra para encontrarnos con Jesús vivo, que nos sigue hablando como hablaba a sus apóstoles, a sus discípulos. San Pablo recomendaba a Timoteo que estuviera pendiente de la Palabra; le decía: “Toda la Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y reprender, para corregir y educar en una vida de rectitud” (2Tm 3, 16-17). También le decía Pablo a Timoteo: “Las Escrituras pueden instruirte y llevarte a la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús” (2Tm 3,15).

La Biblia es el libro que nos puede llevar a la salvación por medio de Jesús. De allí la importancia capital de buscar con toda el alma ese “tesoro” que Dios ha dejado a nuestro alcance. Hay que buscarlo con pasión. Jesús decía: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba, del interior del que crea en mí brotarán ríos de agua viva” (Jn 7,37-38). Para que esos ríos broten en abundancia, el Señor dice: “Vengan”. Invita a acercarse, a buscar. Es la Biblia la que nos va a ayudar a creer en Jesús. Por medio de su Palabra, Dios nos lleva a encontrarnos con su enviado, Jesús, por medio del cual nos indica el camino de salvación. Los ríos de agua viva simbolizan la vida abundante en Jesús.

Mucho del infantilismo espiritual que se nota en la Iglesia se debe a la poca espiritualidad bíblica. Muchos se han alimentado solamente con “melcochas” de prácticas de piedad a su antojo. Han descuidado el “alimento sólido” de la Palabra. Gran parte de los fieles, que frecuentan la Iglesia el domingo, se contentan con escuchar la predicación de la Palabra; pero durante la semana guardan un riguroso ayuno de la Palabra de Dios. Para ellos “escudriñar” la Biblia es algo insólito, en su vida espiritual. De allí la mediocridad en su fe, en su crecimiento espiritual, en su compromiso cristiano. Si “escudriñaran” la Biblia, se encontrarían con el Jesús vivo que continúa hablándole a su Iglesia para mostrarle sus secretos y para que goce de los ríos de agua viva de una vida abundante. “Cuando encontraba palabras tuyas, las devoraba” (Ez 15,16), escribió el profeta Ezequiel. Esa debe ser la experiencia de todo cristiano. No hay cristianismo sólido sin la base de la Palabra de Dios en la Biblia.



 

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