Nunca antes la humanidad había vivido una calamidad de dimensión tan global como la del COVID-19. Mucha gente ha perdido seres queridos o ha vivido en carne propia la enfermedad, o en la persona de un familiar o amigo. Muchos se han quedado sin trabajo o han visto quebrar su empresa. Son innumerables los que pasan hambre y sobreviven gracias a la caridad de otros. Y todos nos hemos visto afectados en nuestro modo de vida por las medidas de restricción y vivimos bajo la amenaza constante del indeseable virus.
Ante un panorama tan tremendo, es natural que las personas creyentes se pregunten por el sentido de la pandemia a la luz de la fe. No faltan quienes entran en una verdadera crisis y hasta se decepcionan de la religión. Es el grave problema de la compatibilidad entre la existencia de Dios y la realidad del mal: ¿por qué Dios no interviene? ¿por qué, si Él es bueno, permite que el ser humano sufra de esta manera? ¿qué sentido puede tener toda esta cantidad de mal?
En estos días he escuchado a través de las redes al menos un par de voces, y lamentablemente de sacerdotes católicos, que han interpretado la pandemia como un “castigo de Dios” para “corregir a la humanidad de sus pecados”. Se inspiran en textos de la Biblia y aluden a la “ira de Dios” ante la reiterada pecaminosidad del hombre contemporáneo. Ese modo de ver confunde al creyente de buena fe con una teología inauténtica y descarriada. Se basa en lo que se llama el “esquema retributivo”, según el cual Dios paga a cada uno según sus méritos. En otras palabras, si yo le soy fiel a Dios y cumplo sus mandamientos, habré hecho méritos para que él me retribuya bendición; si le soy infiel y no le doy lo que me pide, Él me pagará con castigo y maldición.
Es reducir la religión a una forma de relación comercial, contraria a la imagen de compasión y misericordia del Dios bíblico, especialmente de esa imagen de un Dios “Padre”, tal como nos la presenta Jesús en el evangelio.
La lógica de una religión basada en el esquema de retribución según los méritos no se sostiene. Uno bien puede preguntarse, si nos atenemos a esa lógica: ¿por qué sufre el hombre bueno y, por el contrario, con frecuencia les va mejor a los pecadores? Es una pregunta continuamente planteada en la Biblia, como se puede ver en algunos salmos, en los profetas, y con particular dramatismo en el libro de Job... Jesús en el evangelio fue contundente contra esa argumentación: ante el ciego de nacimiento, la gente le pregunta si la causa de su ceguera es un pecado de él o de sus padres.
Cristo responde tajantemente: “ni pecó él ni sus padres, es para que se manifiesten en él las obras de Dios” (Jn 9,3). Es esclarecedora también su respuesta cuando le preguntan sobre unos galileos que habían sido condenados por Pilatos: “¿Piensan que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos por haber padecido esas cosas?” (Lc 13,2). Y luego añade, refiriéndose a dieciocho hombres que habían muerto a causa del derrumbamiento de la torre de Siloé: “¿Piensan que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? No, se lo aseguro.” (Lc 13,4-5)
La correlación pecado-castigo, es un argumento que hace agua por todos lados. De hecho, en una epidemia mueren niños inocentes, gente buena y santa. En esta pandemia han fallecido personas de bien, sacerdotes, religiosas, médicos que han entregado su vida sirviendo al prójimo... Mientras, por otro lado, mucha gente que vive ostensiblemente en el pecado ni siquiera se ha contagiado. Uno de los sacerdotes que hablan de la pandemia como castigo para corregirnos de nuestros pecados alude al episodio del segundo libro de Samuel: Dios impone al pueblo tres días de peste, como un castigo por la culpa del rey David que ha pecado de presunción y orgullo. Si se aplicara el esquema de la retribución, se concluiría que Dios es totalmente injusto, ya que muere una gran multitud a causa de la peste, mientras que David, el verdadero culpable, queda ileso. (cf. 2 Sam 24,1-17) Evidentemente, no se puede interpretar el texto de manera literal, hay que buscarle otra explicación.
Por otra parte, si vemos el evangelio, Jesús, el hombre más santo e inocente que ha pisado esta tierra, pide a su Padre que lo libre de la muerte y, sin embargo, muere en la cruz condenado como un criminal, sometido al escarnio del populacho y junto a dos malhechores. María, su madre, la mujer más pura y santa, padece un hondo dolor al lado de su hijo y ve cómo se cumple la predicción del anciano Simeón: “a ti una espada te atravesará el alma” (Lc 2,35). ¿Cómo es que Dios, siendo un Padre bueno, trata así a sus seres más queridos?
Si algo comprendió San Pablo, y lo defiende reiterada y vehementemente en sus discursos y cartas, es que el cristianismo no se rige –como otras religiones– por la lógica de la retribución. Lo que prevalece, por el contrario, es la lógica de la gratuidad y la misericordia. Ningún ser humano puede hacerse merecedor de la salvación, ésta no se adquiere mediante las propias obras, sino que es regalo, gracia de Dios por medio de Jesucristo: “Ustedes han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2,8-9); “el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús” (Gál 2,6). Fue la constante lucha de Jesús contra los fariseos, que se gloriaban de sus méritos delante de Dios por sus buenas obras, cosa que los llevaba a despreciar a los que ellos consideraban “pecadores” e indignos de la salvación. No somos nosotros quienes nos santificamos, es Dios quien nos santifica, en la medida en que nos mostramos disponibles a su gracia.
El mal es un misterio, no se puede comprender del todo. Pero lo que hay que excluir de manera rotunda es que calamidades como la pandemia u otro tipo de catástrofes naturales sean algo querido por Dios “como castigo para corregirnos de nuestros pecados”. Lo decía con una frase dramática el P. Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, en la homilía del pasado viernes santo: “¡Dios es aliado nuestro, no del virus!” Atribuir el esquema retributivo en esta situación es ir en contra de ese Padre lleno de amor y de misericordia, que es el Dios que nos presenta Jesús en el evangelio. El mismo padre Cantalamessa nos dice que, más que dirigirnos a las causas de este mal, conviene enfocarnos en sus efectos, pero sin quedarnos en los negativos. Según él, el mayor efecto positivo debería ser liberarnos del mayor peligro que acecha a la humanidad: “el delirio de la omnipotencia”. Ha bastado un minúsculo virus para recordarnos que somos mortales, que ni el más grande poder militar ni la más avanzada tecnología bastan para salvarnos. Habremos ganado una enormidad si aceptamos con humildad que hoy y siempre necesitamos ser salvados, necesitamos de Dios. Y otro efecto positivo ha de ser el propiciar cada vez más la solidaridad: el virus ha hecho que la humanidad se sienta como un solo pueblo habitando bajo un mismo cielo, sin barreras de raza, religión, poder o condición social.
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