Esta función es la más sublime que puede ejercer un ser humano: ser colaborador de Dios Creador en dar vida a otro ser humano. /Fotografía: Cathopic. La maternidad y la paternidad humanas son realidades sagradas porque tienen como modelo la paternidad y maternidad de Dios. Y Dios mismo ha querido que los padres y madres colaboren en Su obra creadora de transmitir la vida a nuevos seres humanos.

Como padres y madres son capaces de dar vida a un ser semejante a ellos, no solamente “hueso de sus huesos y carne de su carne” sino también imagen y semejanza de Dios. Darán vida a una persona. Esta función es la más sublime que puede ejercer un ser humano: Ser colaborador de Dios Creador en dar vida a otro ser humano.

Antes de ser fruto del amor de nuestros padres, somos fruto del amor de Dios que quiso hacerse ayudar por el amor de nuestros padres para formar nuestro cuerpo físico. Pero nuestra alma espiritual e inmortal, aquello que nos hace personas humanas e imágenes de Dios, lo crea Dios mismo directamente en cada caso.

Toda mamá, cuando contempla a su bebé recién nacido, es consciente de que la criatura que tiene entre sus brazos es algo más grande que lo que ella misma y su esposo pueden hacer. ¿No es cierto? Veamos cómo se expresa una madre en 2Macabeos 7,22-23: “Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno”.

En particular la maternidad goza de una dignidad especial. El recién nacido, lo primero que ve al abrir sus ojos a este mundo es el rostro de su madre que le sonríe. Y lo primero que siente es el calor de sus labios que lo besan, sus brazos que lo abrazan y de su pecho que lo alimenta.

Esta acogida que la madre da a su hijo o hija recién nacidos infunde en el bebé la confianza básica para entrar en la nueva realidad desconocida que es el mundo en el que se nace y que de otra forma parecería hostil, comparado con la seguridad del útero materno.

La sonrisa y las caricias de la madre, signos de cariño, hacen que el niño se sienta bienvenido, confiado y esperanzado. Esta experiencia fundamental hace posible que más tarde el niño pueda captar la idea de Dios. “Dios es algo así como mi mamá, pero más grande”, pensará el niño. ¡Qué responsabilidad más hermosa para la madre! Humanamente no hay nada que realice plenamente a una mujer como la maternidad.

Si falta esta experiencia básica del amor maternal inicial, queda truncada la vida del recién nacido, no sólo física y sicológicamente, sino también religiosamente (su idea de Dios). ¡Qué difícil es sustituir el amor de una madre!

Si años más tarde en la vida, llega a faltar la madre o el padre, uno ya tiene recursos para defenderse por sí mismo y enfrentar la vida. Pero para el recién nacido la madre lo es todo.

El amor de la madre es el más puro y verdadero porque es desinteresado y sacrificado. Constituye la más grande y hermosa reserva de amor en el mundo. Porque el amor verdadero parece ser una especie en peligro de extinción.

¡Mamás, no permitan que el amor se extinga en el mundo!

 

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