Dichosos, felices, afortunados quienes aprender a amar como Jesús ama Jesús nos ha dejado unas líneas de comportamiento que rebasan la cordura humana. Queda la impresión de que se le fue la mano con su mandamiento central: “Amen a sus enemigos”. Tal vez hubiera sido suficiente con disculpar al enemigo, no devolver mal por mal. Y que no cobrarse la venganza ya hubiera sido un gran paso. Pero, ¿perdonar al enemigo?, ¿amar al que nos hizo daño? ¿Es eso posible?

Jesús va más allá. No se conforma con un perdón como renuncia a represalias, pero guardando la distancia. Te perdono, pero ya dejaste de ser mi prójimo (próximo). El resentimiento agrietó la relación fraterna. Entre más lejos, mejor. Un corazón vengativo, rencoroso es un corazón enfermo.

Su sorpresivo mandamiento va en otra dirección: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los persiguen y calumnien”. Este es el camino de la santidad evangélica. Santidad equivale a amor. No amor romántico. El amor ordenado por Jesús se llama misericordia.

Dichosos, felices, afortunados quienes aprender a amar como Jesús ama. Esta es la genuina santidad. No una santidad moralística de quien se siente en paz con Dios. La santidad del “ni robo ni mato” y “voy a misa los domingos”. Es, en cambio, el bello mandamiento del amor a todos, buenos y malos, amigos y enemigos, cercanos y extraños.

Dios es amor. Dios es perfecto. Hace llover sobre buenos y malos, y hace brillar el sol sobre justos y pecadores. Si hacemos el bien sólo a quienes nos hacen el bien, ¿qué chiste tiene eso? Así se comporta todo el mundo.

Juntarse con los buenos y alejarse de los malos no corresponde con el estilo de Jesús. Para eso no haría falta el evangelio. Él se mezcló con la gente “buena” y con los pecadores de gran calibre como Zaqueo, la samaritana, Judas... Los amaba por ser hijos de Dios que necesitaban de su amor sanante. No les ponía condiciones: primero cambiar de vida y después seguirlo como discípulos. Actuó a la inversa: primero los sanó y ellos, felices, lo siguieron.

Mientras sigamos con el triste esquema del “ojo por ojo, diente por diente”, estaremos atrapados en la mortífera ley del Talión: “Me las pagarás”. Como los animales: me haces daño, yo te hago daño. Un proceso mezquino, de muerte.

El mandamiento de Jesús va más allá de una simple ética humana. Él propone un horizonte sin límites: Sean misericordiosos como el Padre es misericordioso. Entonces, sí, viviremos en clave de alegría, de felicidad. Dios es feliz.

 

 

 

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