ricardo iv tamayo Partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites. Esa cultura afecta principalmente a los sectores más frágiles, entre los que se encuentran las personas con discapacidad.



Debido a una mentalidad narcisista y utilitarista, se constatan actitudes de rechazo que conducen a la marginación, sin considerar que, inevitablemente, la fragilidad pertenece a todos.
En el fondo no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas.

Iluminados por la parábola evangélica del Buen Samaritano, a menudo nos encontramos en el camino de la vida con personas heridas, que en ocasiones llevan precisamente los rasgos de la discapacidad y la fragilidad.

Enfrentamos cada día la opción de ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo. La inclusión o la exclusión de la persona que sufre al costado del camino define todos los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos.

La parábola evangélica de la casa construida sobre roca o sobre arena ilumina una cultura de la vida, que afirme continuamente la dignidad de cada persona, en particular en defensa de los hombres y mujeres con discapacidad, de cualquier edad y condición social.

La «lluvia», los «ríos» y los «vientos» que amenazan la casa pueden ser identificados con la cultura del descarte, difundida en nuestro tiempo.

En realidad, hay personas con discapacidades incluso graves que, aun con gran esfuerzo, han encontrado el camino hacia una vida buena y rica de significado, como hay muchas otras “normalmente dotadas” que sin embargo están insatisfechas, o a veces desesperadas. Las disparidades y las diferencias que caracterizan nuestro tiempo van sobre todo en detrimento de los más débiles.

Una primera «roca» sobre la que se deba edificar nuestra casa común es la inclusión. Esta debería ser la «roca» sobre la que las instituciones civiles construyan programas e iniciativas, para que nadie quede excluido, especialmente quienes se encuentran en mayor dificultad. La fuerza de una cadena depende del cuidado que se dé a los eslabones más débiles.

La conciencia de la dignidad de cada persona ha aumentado, lo que ha llevado a tomar decisiones valientes para la inclusión de cuantos padecen una limitación física y/o psíquica.
Las instituciones eclesiales deben disponer de instrumentos adecuados y accesibles para la transmisión de la fe, a disposición de quienes los necesitan, en cuanto sea posible gratuitamente, incluso a través de las nuevas tecnologías.

Sacerdotes, seminaristas, religiosos, catequistas y agentes de pastoral deben estar formados para una relación pastoral hacia los discapacitados. La comunidad parroquial debe desarrollar en los fieles el estilo de acogida hacia las personas con discapacidad con actitudes y acciones de solidaridad y servicio. Que se deje de hablar de “ellos” y lo hagamos sólo de “nosotros”.
Los más frágiles tienen también el derecho a recibir los sacramentos de la iniciación cristiana como los demás miembros de la Iglesia. La gracia de la que son portadores no puede ser negada a nadie.

Las personas con discapacidad, tanto en la sociedad como en la Iglesia, convertirse en sujetos activos de la pastoral y no sólo en destinatarios. Muchas personas con discapacidad sienten que existen sin pertenecer y sin participar. Hay todavía mucho que les impide tener una ciudadanía plena.

El objetivo no es sólo cuidarlos, sino que participen activamente en la comunidad civil y eclesial. Es un camino exigente y también fatigoso, que contribuirá cada vez más a la formación de conciencias capaces de reconocer a cada individuo como una persona única e irrepetible.

La participación activa de las personas con discapacidad en la catequesis constituye una gran riqueza para la vida de toda la parroquia. Injertadas en Cristo en el Bautismo, comparten con Él, en su particular condición, el ministerio sacerdotal, profético y real, evangelizando a través, con y en la Iglesia.

Personas con discapacidad puedan convertirse en catequistas, para transmitir la fe de manera eficaz, también con su propio testimonio. Para ello se les debe ofrecer una preparación más avanzada en el campo teológico y catequético.

Las organizaciones tanto civiles como eclesiales deben preocuparse en edificar, contra toda intemperie, una casa sólida, capaz de acoger también a las personas con discapacidad, porque está construida sobre la roca de la inclusión y de la participación activa.

Mis zapatos
Para reflexionar

 

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 260 Noviembre Diciembre 2022

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