Foto: Diignat Soy María. De joven sufrí mucho por mi aspecto físico. Cuando estaba en mis veintes me molestaba mucho cuando la gente me decía que era bonita, me hacían sentir muy incómoda porque sentía que lo decían por compromiso. Yo no me gustaba.

Me decía a mi misma que mi idea de belleza era muy diferente a la de las demás personas. Yo tenía mis propios parámetros en los que no encajaba.

Odiaba mi cara, mis mejillas redondas, mis hombros anchos y mi tendencia a engordar con facilidad. Mis dientes estaban torcidos porque mi boca es muy pequeña. Mis papás no tenían suficiente dinero para proporcionarme un tratamiento odontológico. Tuve que esperar a ser grande, trabajar y pagarlo yo misma.

Con mis dientes en mala posición no sonreía. Decidí no sonreír para que nadie notara ese defecto. El haberme corregido la dentadura fue una gran felicidad para mí. Felicidad que duró poco.

Ser invitada a una fiesta era un martirio para mí. No encontraba vestido con el que sentirme a gusto. Optaba por inventar excusas para rechazar la invitación. La gente se reía de mí, lo que me hacía sentir ridícula. Compraba mucha ropa, pero terminaba regalándola.

En la etapa más dura de este sentimiento, dejé de verme en el espejo por completo, no soportaba ver mi rostro y mi cuerpo.

Siempre he tenido buenas relaciones sociales, amigos, amigas y mi pareja, quienes insistían en que yo no tenía nada malo. pero yo seguía empecinada en mi propia convicción.

Acudí a muchos tratamientos de belleza, cortes y tintes de cabello, reconstrucción dental, dietas, ejercicio físico rudo, lo que causó mucho dolor. Al final de cada tratamiento, la satisfacción duraba un par de días y luego me sentía defraudada de nuevo.

Me gradué en la universidad, encontré un trabajo que amaba, pero mis inseguridades me empujaron a dejarlo, de lo que me arrepentí durante mucho tiempo. El día que me casé fue uno de los peores días de mi vida, pues sería el centro de atención.

No disfruté de nada, ni la preparación, ni la construcción de mi nuevo hogar con quien ahora es mi esposo. Me centré en el vestido, en quién y cómo iba a peinarme, me arreglé tres veces, sintiéndome peor al final.

Odie mis fotografías. Odié todo porque solo miraba el exterior. Luego vino la maternidad y me sentí morir. Prácticamente me escondí durante mi embarazo. La insistencia de mi hermana y mi mamá sobre lo bonita que me miraba y que saliera a disfrutar de esta etapa me tenían al borde la histeria.

Odiaba todo, me sentía más ridícula que nunca. Mi vida hasta ese punto era un verdadero sufrimiento. Mi hija mayor nació y en el post parto tuve una dura depresión que me hizo buscar ayuda profesional. Esta ha sido la mejor decisión de mi vida.

Poco a poco fui comprendiendo quién soy, de dónde vengo y lo que valgo. Con mi psiquiatra encontramos en mi historia infantil algunas heridas que pudieron causar todo esto. Mi papá solía hacer bromas respecto a la forma de mi cara, se reía mucho de mí, yo me parezco mucho a él. A las bromas se unían mi mamá y hermanos, de allí que sentía que no encajaba.

Poco a poco y con amor a mí misma fui comprendiendo que todo aquello pudo haber dejado una idea de mí que no era real. Mi papá nunca quiso hacerme daño, pero la mente de un niño no recibe las cosas como lo hace un adulto.

Ahora estoy embarazada de mi segunda hija y lo estoy viviendo mucho mejor. Hay camino que recorrer aún, pero ya no me siento insegura ni triste. He aprendido a verme en el espejo y amarme como soy. Descubrí que, en verdad, soy muy linda y quiero que mis hijas aprendan eso de mí.

 

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Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 255 Enero Febrero 2022

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