Respetar la dignidad de un niño significa afirmar su necesidad y derecho natural a una madre y a un padre.
No se trata sólo del amor del padre y de la madre por separado, sino también del amor entre ellos, percibido como fuente de la propia existencia, como nido que acoge y como fundamento de la familia. De otro modo, el hijo parece reducirse a una posesión caprichosa.
Ambos, varón y mujer, padre y madre, son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus intérpretes. Muestran a sus hijos el rostro materno y el rostro paterno del Señor.
Además, ellos juntos enseñan el valor de la reciprocidad, del encuentro entre diferentes, donde cada uno aporta su propia identidad y sabe también recibir del otro.
Si por alguna razón inevitable falta uno de los dos, es importante buscar algún modo de compensarlo, para favorecer la adecuada maduración del hijo.
La madre, que ampara al niño con su ternura y su compasión, le ayuda a despertar la confianza, a experimentar que el mundo es un lugar bueno que lo recibe. Esto permite desarrollar una autoestima que favorece la capacidad de intimidad y la empatía.
La figura paterna ayuda a percibir los límites de la realidad. Se caracteriza más por la orientación, por la salida hacia el mundo más amplio y desafiante, por la invitación al esfuerzo y a la lucha.
Un padre con una clara y feliz identidad masculina, que a su vez combine en su trato con la mujer el afecto y la protección, es tan necesario como los cuidados maternos.
Hay roles y tareas flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada familia. Pero la presencia clara y bien definida de las dos figuras, femenina y masculina, crea el ámbito más adecuado par la maduración del niño.