La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su dramática belleza.
Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino de la unión.
No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una nueva etapa.
Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la experiencia matrimonial.
De ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad.
Al contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber juntos el mejor vino.
Crisis comunes Hay crisis comunes que suelen ocurrir en todos los matrimonios. la crisis de los comienzos, cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los padres; la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales: la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y a veces los enfrenta entre sí; la crisis del “nido vacío”, que obliga a la pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión. |