© mjth ¿Están seguros de que enseñar el arte de la cocina a sus hijos no es útil y educativo?
La relación con la comida ha perdido la brújula. Hemos aprendido palabras antes desconocidas, como anorexia y bulimia; las madres están preocupadas por la obesidad infantil; los adolescentes están angustiados por su forma física y su peso corporal. Se distingue cuidadosamente entre alimentos saludables y peligrosos.

Estamos aprendiendo también la palabra junkfood (comida chatarra): una palabra asociada con basura y drogas, que hace referencia a sustancias que provocan dependencia. “Salvar a nuestros hijos significa reaccionar ante el junkfood, como se reacciona ante los malos libros, las películas decadentes, las drogas y la pornografía en internet y en televisión. Muchos niños no saben qué es lo que comen. ¿De dónde provienen las papas-chips? ¿Y las hamburguesas? Sobre mil niños entrevistados, más de la mitad no supo responder. Cuando se les preguntó de dónde provenían las hamburguesas, solo uno de cuatro sabía que tienen que ver con las vacas. Muchos han respondido que son producidas directamente por McDonald´s o por Burguer King...

Para muchos hoy, comer es simplemente engullir comida, mientras la atención obsesiva al cuerpo, incentivada por los medios de comunicación, nos hace concentrarnos en las dietas, el peso, el miedo de engordar. Así, comer se convierte en una operación matemática de conteo de calorías; y hasta mordisquear con gusto un trozo de pan recién horneado, caliente y perfumado, es considerado un pecado dietético. En cambio, la nutrición es un gesto que involucra a toda la persona: sus relaciones, su cultura, y también su espiritualidad.

Es un placer físico y espiritual, intenso, potente y hecho para ser compartido. La comida habla de nuestra identidad, de nuestros orígenes, de nuestras raíces. Los recuerdos ligados a una receta revelan un trozo de la memoria familiar. Todos tenemos algún “plato” particular que nos transporta hacia atmósferas y personas del pasado. Nuestra historia afectiva se revela en los gestos, en las miradas; pero también en los sabores y en los perfumes transmitidos en nuestra familia. La primera cocina con la que hemos sido alimentados marca nuestra pertenencia a un clan, a una cultura, a una región, a un país, a una religión.

En el sabor y en las tradiciones de la mesa se encierra un pedazo significativo de nuestra identidad; la esperanza de dar continuidad a la historia del grupo familiar; la solicitud hacia las personas que amamos; una promesa de bienestar doméstico.

Todas estas dimensiones parecen particularmente importantes en la situación contemporánea, de donde surgen patologías inéditas, como las mencionadas al inicio; una realidad que propone perversamente modelos alimenticios equivocados; que confunde indebidamente el comer con nutrirse. Se desarrolla una relación insana con el alimento, reducido a un placer individual, a una compensación frente a los problemas cotidianos; a una expresión de consumismo o de renuncia drástica, en nombre de dietas desequilibradas e inútiles. Todo esto desarrolla insatisfacción y sentimientos de culpa, también en los niños.

Además del valor nutritivo y de la satisfacción del gusto, la comida es vivida como símbolo del compromiso, del amor y del cuidado de los padres. Por esto, es vital que todos en la familia expresen un fuerte sentimiento de gratitud hacia quien cocina. El modo en que se prepara la comida condiciona la atmósfera que se respira en la familia, independientemente del hecho de que la calidad culinaria sea alta, media o baja. Y el niño, nutriéndose de la cocina familiar, se nutre también de los afectos, de los mensajes inconscientes, de los recuerdos que se mezclan con los ingredientes. La cocina es el “corazón” de la casa. Si las comidas se preparan y se cocinan habitualmente allí, ese espacio se convierte en uno de los ambientes centrales de la casa, en la cual adultos y niños se encuentren a gusto, en un continuo ir y venir.

Con la nutrición, los padres transmiten a sus hijos un modo de hacer (su técnica culinaria), pero también una conducta alimenticia. Dan lo que han recibido: atención, frustración, control, gula, culpabilidad, sensualidad. Una verdadera “cultura” de la alimentación puede evitar muchos problemas futuros y estimular el crecimiento del buen gusto.

La identidad de los niños se plasma también con la educación alimenticia. Su construcción afectiva se nutre también de lo que comen y del modo con que se preparan los platos. Una comida mal realizada o preparada a disgusto, aunque los ingredientes sean de primera calidad, tiene mucho menos sabor que un plato congelado, compartido con alegría y “complicidad”.

Naturalmente, es mejor comer sano; pero también hay que evitar los extremos dietéticos que evitan absolutamente ciertos alimentos y propician desórdenes alimentarios que harán explosión en la adolescencia. Cocinar puede ser un espléndido ejercicio de creatividad que involucra y educa los cinco sentidos en forma integral. Estimula cualidades esenciales, como la concentración, la paciencia, la dedicación.

Los hijos no son solamente destinatarios del compromiso de los propios padres; pueden tomar parte activa en la elección y en la elaboración del menú cotidiano. Ese ejercicio no implica solamente la adquisición de particulares competencias o la transmisión de un patrimonio alimenticio. Aprendiendo a cocinar, los muchachos pueden desarrollar habilidades refinadas como dosificar, acercar, armonizar elementos diferentes. Se hacen capaces de desarrollar comportamientos de laboriosidad y de paciencia; de incentivar la fantasía y la creatividad; de comprender que un resultado exitoso no es jamás fruto de la improvisación.

Por esto, es importante implicar a los niños en la preparación de las comidas. Se les puede poner un día fijo para cocinar con sus padres. Probablemente, no muchos niños se sentirán atraídos en modo serio y continuado por el arte culinario. Pero para ellos es muy significativo estar con los padres y tener al mismo tiempo la oportunidad de sentirse útiles. Con frecuencia nos preocupamos tanto de saber de qué cosas tienen necesidad nuestros hijos, que olvidamos su exigencia principal: sentirse importantes para nosotros y para la familia de la que forman parte.

Lo esencial es evitar que la cocina se convierta en un deber. Si trozar la verdura, amasar, seleccionar los “gustos” son actividades realizadas con cuidado y atención, dejan de ser gestos rutinarios y aburridos para convertirse en una gozosa celebración de la vida.

Agua, levadura, harina, sal: ingredientes y gestos para fabricar el símbolo mismo de la vida. Se puede hacer de estos símbolos milenarios una celebración de gratitud, y durante la cocción, respirar el aire que se carga de su perfume. En el momento de saborearlo, es imposible dejar de agradecer al Creador del universo por sus dones.

Compartir