Meditacion 2 Sabine schulte La carta a los Hebreos dice que la Palabra es “viva y eficaz” (Hb 4,12). Lo que viene a concordar con lo que decía san Pablo, que la Palabra de Dios es “operante”.

Una vez dentro de nuestro corazón continúa sus efectos benéficos de largo alcance. Fue Santiago el que mostró la Palabra como un “espejo” (St 1, 2-3). Nos muestra nuestra realidad.

Cuando esa realidad es el pecado, el alejamiento de Dios, la desorientación, la Palabra, al punto, nos muestra nuestro rostro arrugado, invadido por la lepra. La Palabra, entonces, se convierte en “espada de doble filo” que se introduce hasta lo más profundo de nuestro yo (Hb 4, 1-12). Comienza a sondear nuestras oscuridades hasta que detecta lo malo, lo nocivo. Es el momento en que el corazón se ha endurecido; se ha convertido en un corazón de piedra. La Palabra, entonces, como decía Jeremías, se vuelve un “martillo” (Jr 23,29) que comienza a golpear la piedra hasta quebrantarla. Hasta que el corazón se abra a la salvación.

La Palabra, inmediatamente, se torna “fuego purificador” (Jr 23,29) que nos limpia, nos cauteriza las heridas. Jesús, en la Ultima Cena, les decía a sus apóstoles: “Ustedes ya están limpios por la Palabra que yo les he dicho”. Mientras Jesús les iba hablando, los iba curando; los iba purificando. San Juan, en el Apocalipsis, tiene una visión. Se le entrega un libro para que se lo coma (Ap 10.10). Juan, después de comerse el libro, sintió “ardor” en el estómago y “dulzor” en la boca. Aquí se simboliza la obra doble de la Palabra. Nos causa “ardor”: nos cuestiona, nos convence de pecado para luego llenarnos de “dulzor”, de paz, de gracia.

La Palabra, en primer lugar, nos enfrenta con nuestro yo pecador para llevarnos a la “conversión”, que es el primer paso hacia la salvación. La Palabra, Dios se convierte en “espada” que se introduce en nosotros; se convierte en “martillo” que nos quebranta hasta que caigamos de rodillas y reconozcamos nuestro pecado y clamemos a Dios. Es lo primero que la Palabra de Dios opera en nosotros: la conversión, el reconocimiento de nuestro pecado y nuestro cambio de manera de pensar y de actuar.

“Sin la fe es imposible agradar a Dios”, dice la Biblia (Hb 11,6). La fe es la esencia de nuestra comunicación con Dios y, por lo mismo, nuestro puente para acercarnos a quien nos puede salvar. La fe no es producto de estudio teológico. La fe es un “don” de Dios, que nos llega por medio de la predicación. Dice San Pablo “La fe viene de la predicación, y lo que se predica es el mensaje de Cristo” (Rom 10,17).

Cuando escuchamos la predicación bíblica -no otra clase de predicación-, nos encontramos con la historia de amor de Dios, que envía a Jesús para que muera en la cruz para salvarnos de nuestros pecados; para que resucite y nos envíe su Espíritu Santo. Todo esto va siendo ilustrado con todo el arsenal de historias bíblicas que se aúnan para hablarnos de Jesús el enviado de Dios. Mientras escuchamos este mensaje de amor, que Dios nos envía por medio de Jesús, el Espíritu Santo está actuando como martillo y espada en nuestro corazón para que se quebrante y se abra a la salvación.

La predicación bíblica provoca en nosotros confianza en Jesús. En el momento en que alargamos nuestra mano hacia él, como el buen ladrón, para decirle que nos declaramos pecadores, pero que confiamos en su bondad para salvarnos, en ese momento, nos ha llegado la fe. Es fe por medio de la cual llegamos al corazón de Jesús que nos dice, como a Zaqueo: “Hoy ha llegado la salvación a tu vida”.

Creer no es simplemente dejarse invadir por el sentimiento. Creer, esencialmente, es confesar con los labios y con el corazón nuestra fe en Jesús. La fe que salva sólo puede brotar del corazón. Por eso, Pablo escribió: “Si confiesas con tus labios que Jesús es el Señor, y crees en tu corazón que Dios lo resucitó, entonces alcanzarás la salvación” (Rom 10,9). Creer es obedecer. Se acepta a Cristo cumpliendo todo lo que él indica. Siguiéndolo hasta las últimas consecuencias.
Jesús dice: “Si me aman, guarden mis mandamientos...” (Jn 14,15)...” “El que no me ama no guarda mis palabras” (Jn 14,24). Guardar la Palabra es cumplirla; preferirla a todas las demás palabras. Es quedarse inmóvil ante ella y decir, como María: “Hágase en mí según tu Palabra”.Todo esto se opera en nosotros por medio de la predicación bíblica. Jesús se encarna en nuestro corazón y nos regala el don de la fe por medio de la que nos llega la salvación. El que se ha encontrado, personalmente, con la Biblia, el que ha sido transformado por la Palabra, ya no puede quedarse callado. Se convierte en un evangelizador gozoso que va proclamando la buena noticia del Evangelio, que cambia vidas y lleva a una vida abundante.

El profeta Ezequiel nos dejó constancia de su encuentro con la Palabra de Dios. Dice el profeta: “Yo abrí mi boca, y él me hizo comer el rollo y me dijo: Hijo de hombre, aliméntate, sáciate de este rollo que yo te doy. Lo comí, y fue en mi boca dulce como la miel. Entonces me dijo: Hijo de hombre, ve a la casa de Israel y háblales de mis palabras...” (Ez 3, 2-3). La Biblia es el libro que Dios nos entrega. Quiere que nos saciemos de su Palabra hasta experimentarla como “miel”. Como alimento sabroso e indispensable en nuestro diario vivir. “Cuando encontraba tus palabras las devoraba”, escribe Ezequiel. Nadie debe estar satisfecho hasta no tener voracidad de la Palabra de Dios. Hasta no ser como el ciervo sediento que busca las corrientes de agua viva.

Sólo la Palabra nos puede llevar a la conversión auténtica, a la fe que nos salva en Jesús, al Espíritu Santo que hace brotar ríos de agua viva en nuestro interior. Es difícil hablar de cristianismo, mientras no haya un encuentro personal con la Biblia. Es una pena que muchos le tienen miedo a la Biblia; la conceptúan como un libro ininteligible. No la han experimentado como “miel” para sus labios.

Sin una espiritualidad bíblica, no habrá verdaderos cristianos. Cuando no se tiene la Biblia en la mano y en el corazón, con facilidad se cae en ritualismos y devocioncitas sentimentales, que no ayudan a crecer espiritualmente y a comprometerse seriamente en la Evangelización. “La fe viene de la predicación, y lo que se predica es el mensaje de Jesús” (Rom 10,17). Jesús nos dejó ya indicado cómo debe ser su Iglesia, Dijo Jesús: “Mí madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8,21). La Iglesia de Jesús es la Iglesia que, con avidez, busca la Palabra para devorarla, y que se deja transformar por sa misma Palabra, que es “lámpara para nuestro pies y luz en nuestro sendero” (Sal 119).

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 250 Marzo Abril 2021

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