meditacion1 Los apóstoles quedaron totalmente desconcertados la primera vez que escucharon que Jesús se dirigía a Dios llamándolo en su idioma arameo: “Abba”, que significa: “Papá”.

Nunca en el Antiguo Testamento alguien se había atrevido a llamar a Dios con el nombre de papá. Los del pueblo judío raras veces pronunciaban el nombre de Dios. Lo reservaban para días especialísimos. Cuando se dirigían a Dios empleaban nombres que indicaban majestad, poderío, sabiduría.

Cuando Jesús, ante los apóstoles, llamó “Abba”, Papá, a Dios, nos reveló la manera cómo debemos dirigirnos a Dios en la oración. Nada de protocolos. Nada de frases rimbombantes. A Dios hay que hablarle como un niño sin malicia le habla a su papá. Así lo hacía Jesús con su Padre. Y así les enseñó a sus discípulos a dirigirse a Dios en la oración.

Los apóstoles, al oír cómo Jesús hablaba con su Padre, le rogaron que les enseñara a rezar. Jesús fue muy explícito al decirles que la oración debe iniciarse como un encuentro con Dios como Papá. Jesús indicó que la oración debía comenzarse diciendo: “Padre nuestro”.

Según esta indicación de Jesús, la puerta de entrada para la auténtica oración es el encuentro con un Dios como Padre. Mientras no se haya llegado a ese encuentro de intimidad con Dios como Padre, habrá palabras muy bien hiladas, pero no habrá oración. Así lo expuso el Señor, al exhibir en una parábola la rebuscada oración de un fariseo. Allí había una pieza oratoria, pero no había oración.

Cuando el Espíritu Santo nos regala el don de piedad nos conduce al encuentro en la oración con un Dios papá. No en teoría, sino en la experiencia de la oración diaria. Toda oración -o supuesta oración- debe ser examinada a la luz de esta revelación de Jesús. Muchas de nuestras llamadas oraciones no son un encuentro de amor con Dios Padre, sino con un lejano ser desconocido al que nos dirigimos con cierto protocolo, con determinadas oraciones prefabricadas, que no salen del corazón, sino de los labios, nada más. Es por eso que el único que nos puede enseñar a rezar es el Espíritu Santo. Las indicaciones de los otros maestros de oración, sólo deben concretarse señalando que solo el Espíritu Santo puede enseñarnos qué pedir y cómo pedir ( Rom 8, 26). El don de piedad es uno de los grandes regalos del Espíritu Santo, por medio del cual se nos lleva a abandonar nuestra oración “farisaica” para aprender a rezar como el “publicano”, que es la única manera de ser escuchados por Dios.

Jesús decía: “Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4, 34). Por medio del don de piedad, el Espíritu Santo nos lleva a demostrarle al Padre con hechos concretos que nuestro amor no se queda en sentimientos, si no se demuestra haciendo su voluntad. Jesús decía: “No todo el que diga: Señor, Señor va a entrar en el reino de los cielos, sino el que cumpla la voluntad del Padre que está en los cielos”. La voluntad de Dios es lo que debemos buscar sobre todas las cosas. El reinado de Dios consiste en que se haga su voluntad.

Jesús decía a sus apóstoles: “Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos” (Jn 14, 15). La Virgen María es el modelo del don de piedad. Ella no comprende del todo lo que el ángel le dice con respecto a la concepción virginal del Mesías: pero expone que con ella no hay ningún problema, pues se considera “esclava” del Señor, y está para hacer en todo su Palabra. Afirmar que se ama a Dios y no cumplir su Palabra es vivir una religión de farsantes.

La evidencia de que una persona goza del don de piedad es su abandono en las manos de Dios. Una de nuestras grandes tentaciones es optar por nuestro propio camino y no por el de Dios. Esto demuestra que no confiamos plenamente en el Padre, que confiamos más en nuestro proyecto personal, en nuestra sabiduría. San Pedro escribió: “Echen en él todas sus preocupaciones porque Él cuida de ustedes” (1 Ped 5, 7). Para Pedro esto no fue una “bonita teoría”. Pedro vivió lo que escribió. Así lo demostró la noche en que el ángel del Señor fue para sacarlo milagrosamente de la cárcel. El apóstol Pedro dormía tranquilo porque el Espíritu Santo le había enseñado a “echar sus preocupaciones en el Señor”.

Echar las preocupaciones en manos del Señor, abandonarse a su voluntad no quiere decir que vamos a ser eximidos de problemas. Pedro en aquella oportunidad fue liberado de la cárcel, pero la siguiente vez que cayó en la prisión, el Señor ya no lo sacó de allí: permitió que Pedro fuera martirizado en una cruz. Era el proyecto de amor que Dios tenía para Pedro. Le regaló el don de piedad que culminó con el martirio. Una de las cosas más difíciles en épocas de tribulación es soltar nuestra carga y dejarla en manos del Padre que quiere ayudarnos a llevar nuestra pesada mochila.

A san Juan Bosco siempre se le veía sereno, sonriente. El cardenal Alimonda, que lo conocía muy bien, afirmó que Don Bosco se conservaba siempre sereno porque sabía abandonarse en las manos de Dios. En cierta oportunidad, en una noche de lluvia, se derrumbó el edificio que Don Bosco acaba de concluir. Todos estaban despavoridos. Don Bosco les contó un chiste para quitar la tensión, luego dijo: “Bendito sea el Señor”. ¿Cómo es eso? ¿Por qué bendito sea el nombre del Señor, cuando acababa de suceder una desgracia? El santo se había abandonado en las manos de Dios. No le pedía cuentas de nada. Alababa su nombre porque creía firmemente en lo que dice la Biblia: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28). A una actitud semejante a la de Don Bosco solo se puede llegar cuando la persona ya ha sido llenada por el Espíritu Santo que le regala el don de piedad, que lleva a la persona a una confianza absoluta en el Padre del cielo que no permite que caiga un pajarillo sin su permiso y que tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza.

Juan Bautista se encontraba en una oscura cárcel por decirle al rey Herodes que no le era lícito vivir con la mujer de su hermano. Los discípulos de Juan le habían contado que Jesús había comenzado a predicar y que aseguraba que venía para liberar a los cautivos. Juan habrá pensado: “¿Por qué no me libera a mí?” Según algunos comentaristas, Juan estaba pasando por una crisis espiritual. Por eso mandó a preguntar a Jesús si era el Mesías o se debían esperar a otro. Jesús solamente realizó algunos de los milagros vaticinados por la Escritura acerca del Mesías. Luego envió a los discípulos de Juan que le dijeran: “Dichoso el que no se escandalice de mí” (Mt 11,6). Escandalizarse, en el contexto, significa desconfiar. Lo único que Jesús le indicaba a Juan era que no desconfiara de él, a pesar de las duras circunstancias por las que le tocaba pasar. Seguramente esa fue la indicación clave para el Bautista para que intuyera que había un proyecto de Dios para él. Al Bautista le cortaron la cabeza. Ese era el plan de Dios para él.
Una de nuestras grandes debilidades en tiempo de tribulación es escandalizarnos de Dios, desconfiar de su Providencia, de su plan de amor. Sospechar que se está vengando de nosotros. El diablo aprovecha estas circunstancias adversas para sembrar la cizaña de la desconfianza, de la sospecha. El Espíritu Santo dentro de nosotros es el que procura convencernos de que Dios sigue siendo Padre bueno. Que nos ama. Que tiene un misterioso proyecto para nosotros. Que solo busca nuestro bien, nuestra salvación.

Santa Teresa escribió: “Nada te turbe,/ nada te espante,/ todo se pasa,/ Dios no se muda,/ la paciencia todo lo alcanza./ Quien a Dios tiene,/ todo le sobra:/ ¡Sólo Dios basta!/ La serenidad, la paz en los días difíciles solo nos pueden venir por medio del don de piedad que el Espíritu Santo deposita en nuestro corazón y que nos ayuda a seguir confiando en Dios, a pesar de los valles de sombras por los que nos toca transitar.

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