Foto: Ian Espinoza Según el Señor, el terror que había invadido a los discípulos era producto de su falta de confianza en él. Llevaban en su lancha al autor de la vida, y estaban pensando en la muerte. El temor excesivo nos juega malas partidas: nos derrota, nos hace ver gigantes por todas partes. Pensamos en las olas del mar y nos olvidamos de Jesús.

David, en su salmo 46, sostiene que, si en los días de caos, de desastre, sabemos acudir a Dios como a un refugio, vamos a sentimos totalmente seguros. Eso es lo que afirma en la primera estrofa: ”Dios es nuestro refugio y fortaleza, nuestro auxilio oportuno en el peligro. Por eso no tememos, aunque tiemble la tierra y los cimientos de las montañas se desplomen en el mar; aunque sus aguas rujan y se agiten, y con su ímpetu sacudan las montañas, el Señor todopoderoso está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob” (vv. 2-4).
Cuando lo que creíamos más estable comienza a tambalearse, cuando aparece el terremoto, y las montañas y la tierra patinan, cuando las olas del mar se levantan amenazadoras, si tenemos fe profunda, Dios puede ser nuestro seguro refugio: un lugar para resguardarnos del pánico, del pavor. En medio de la tormenta, Dios puede darnos tal seguridad que podamos dormir en medio de la tormenta, como Jesús en su débil barquichuela.

Para eso hay que aprender a “esconderse” en Dios: en sus manos de Padre, en su misericordia, en su poder, en su providencia que nunca nos abandona ni se equivoca. Seguramente, durante la tormenta en el mar, Pedro fue de los que más gritaron. No sería raro que se le hubiera escapado alguna palabrota, como buen pescador que era. Lo cierto es que con el tiempo, Pedro aprendió a no alarmarse más de la cuenta, a seguir confiando en Jesús, a pesar de las circunstancias desastrosas. Por eso pudo escribir: “Echen en él todas sus preocupaciones porque él cuida de ustedes” (1P 5,7). Duro aprendizaje ése de saber “echar” nuestros miedos excesivos en manos de Dios. Por eso no tememos (v. 2), dice el Salmo. Esa es la experiencia de David. Lo que Dios le había enseñado.


El salmo 46 tiene un estribillo muy revelador, que se repite tres veces. Dice David: ”El Dios de los Ejércitos está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob” (v. 4b). David había llegado a estar convencido de que, aunque todo a su alrededor fuera un caos, Dios seguía presente a su lado. Era para él un “alcázar”, un lugar de plena seguridad. Esta vivencia de David nos hace recordar la gran promesa de Jesús a sus apóstoles, cuando se despedía de ellos antes de ascender al cielo. Les dijo: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). Lo definitivo en los trances calamitosos es “estar seguros” de que, a pesar de todo, Dios está con nosotros. Siempre presente. Siempre Padre. Siempre poderoso y providente. Siempre misericordioso.


Dios siempre está con nosotros. Lo importante es preguntarse si nosotros estamos con él. Si tenemos fe en su presencia constante a nuestro lado. Jesús nos aseguró que, si fundamentamos nuestra fe en la “arena”, en lo puramente humano, todo se nos va a derrumbar. Pero si fundamentamos nuestra vida en la Palabra del Señor, estaremos bien asentados sobre una roca inconmovible (Mt 7,24-27).
Un cuadro precioso. Un mar rugiente y las olas agigantadas que chocan contra una roca. En un hueco de la roca, una paloma con sus polluelos permanecen tranquilos. Si durante la tormenta, en el ojo mismo del huracán, aprendemos a refugiarnos en Dios, nosotros mismos nos quedaremos admirados de la calma que nos invade, aunque a nuestro alrededor todo sea rugido del mar y de las olas embravecidas.

 

Su presencia que serena

En la segunda estrofa del salmo, se describe la presencia tranquilizante de Dios que, como los canales de agua, le traen confianza y paz a la ciudad de Jerusalén. Dios es como un río de gracia que hace sentir su presencia a través de toda la ciudad. Dice el salmo: “Los canales de un río alegran la ciudad de Dios, la más santa morada del Altísimo. Dios está en medio de ella, no puede ser destruida; Dios la socorre al despuntar la aurora. Rugen las naciones, se sublevan los reinos: levanta él su voz, y la tierra se derrite. El Señor todopoderoso está con nosotros, nuestro alcázar es el Dios de Jacob” (v. 5-8).
En tiempo de guerra el agua era algo decisivo para que una ciudad sitiada por el enemigo pudiera resistir. Los atacantes por todos los medios procuraban cortar la entrada de agua a la ciudad, así la podrían rendir más fácilmente. En el salmo, a Dios se le muestra como el agua que, por medio de canales, se expande por Jerusalén.
En la Biblia el agua es símbolo del Espíritu Santo. Jesús afirmó que si creemos en él, vamos a experimentar en nuestro interior “ríos de agua viva”. San Juan, en su comentario personal, anota que Jesús se refería al Espíritu Santo que recibirían los que creyeran en él (Jn 7, 39). La fe en Jesús nos hace sentir la presencia fuerte del Espíritu Santo, que nos consuela, nos guía y nos da seguridad ante las inciertas situaciones de la vida.

En la última Cena, el Señor, al ver que el miedo comenzaba a llenar el corazón de sus discípulos por su partida, les prometió que no los iba a dejar solos. Les enviaría el Espíritu Santo para que estuviera dentro de ellos y los fuera llevando a toda la verdad (Jn 14,16). El Espíritu Santo dentro de nosotros es ese río de consolación y fortaleza que invade nuestro corazón cuando todo se bambolea a nuestro alrededor.
Todos nosotros también tenemos nuestra propia historia de salvación. Tenemos nuestros Egiptos de pecado de los que nos ha liberado el Señor. También nosotros gustamos del maná que el Señor nos proporcionó en días de escasez económica. Hemos visto brotar agua de las peñas en nuestros desiertos, cuando ya no podíamos más, debido a la ardiente sed. Recordar estas situaciones límite de nuestra vida, de las que el Señor nos ha salvado, nos lleva a confiar más en él. Aumenta nuestra fe para seguir creyendo que el “brazo extendido del Señor” no se ha acortado y está presto para ayudarnos en el momento oportuno.

Nadie de nosotros ha recibido un “seguro contra los accidentes”, que son propios de la condición humana. Creer lo contrario sería exponernos a quedar frustrados, ya que el Señor nunca nos prometió nada de eso. Lo que sí nos enseña el Señor en el salmo 46 es que, si aprendemos a refugiamos en él el día de la calamidad, vamos a tener el coraje suficiente para no dejarnos vencer por el mal y para descansar en las manos de Dios Padre.

 

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