Med217 Hace algunos años cuando una persona de alto nivel cultural me decía que no entendía la Biblia, me quedaba bastante intrigado. Propiamente no sabía darle una contestación que me dejara tranquilo a mí mismo. Una vez, vi con sorpresa cómo un sencillo indígena predicaba, con la Biblia en la mano, a más de cinco mil personas. Aquel sencillo indígena apenas sabía leer. Ni siquiera había terminado la primaria.
Con asombro mío veía cómo manejaba la Biblia: iba del Nuevo Testamento al Antiguo y viceversa. Sus comparaciones eran de tipo campesino, muy vistosas y muy prácticas. Todos lo seguían con mucha atención. Se sentía que allí estaba hablando Dios a la asamblea. Esto vino a echar por tierra muchos de los conceptos que yo tenía acerca de “entender” la Biblia.

Un día quedé muy complacido con la respuesta que encontré en la misma Biblia con respecto a eso de “entender” la Biblia. San Pablo -que era un intelectual- dice claramente, en su primera carta a los Corintios, que el hombre “no espiritual” no puede comprender las cosas que son de Dios. “Aquí está la clave”, me dije. La Biblia tiene un lenguaje espiritual; solo lo logran comprender los que dejaron de ser “hombres carnales” para convertirse en “hombres espirituales” (vea 1 Co 2,14). El lenguaje propio de la Biblia sólo lo puede comprender el que ya se “acostumbró” al lenguaje de Dios. Aquí no valen los títulos universitarios. Aquí lo que cuenta es “la espiritualidad” de la persona. Alguien puede ser un teólogo famoso, que deslumbra con sus disquisiciones acerca de la Biblia; pero puede ser que “no logre oír la voz Dios”. El sencillo obrero, que con fe se acerca a la Biblia, aunque no tenga estudios especiales, puede ser que “escuche con claridad la voz de Dios”.

La Biblia no es un libro fácil desde un punto de vista técnico, intelectual; pero Dios tiene la cualidad de ser un “gran comunicador”; durante muchos siglos se ha especializado en hacerse entender por el hombre de “buena voluntad”. Jesús mismo lo dijo: Dios esconde sus secretos a los llenos de sí mismos, y los revela a los “humildes” (vea Mt 11,25). Para acercarse a la Biblia, no se necesita ser una “lumbrera” de ciencia; basta “hacerse como niño”, y Dios se encarga de que su hijito lo escuche con claridad y lo comprenda. Dios tenía algo muy importante que comunicarle a Moisés, pero solo entregó su mensaje hasta que Moisés obedeció la orden de “quitarse las sandalias”. Dios le advirtió que estaba caminando sobre terreno sagrado. Cuando Moisés obedeció, ya pudo oír perfectamente cuál era la voluntad de Dios para él (vea Ex 3,5-6). La puerta de entrada para ingresar en la Biblia es la “humildad”. Confío en Dios y no en mi “sabiduría”. Me descalzo ante él. Descalzarse significa dejar a un lado lo malo que es como un “tapón” en mis oídos: me impide oír la voz de Dios.

Un médico me contaba que cuando leía el evangelio de San Juan no podía dejar de llorar. Le pregunté que desde cuándo le sucedía eso. Me respondió que había sido después de un retiro espiritual en el que se había arrepentido sinceramente de toda su vida pasada de pecado. Muy claro: ahora ese médico había dejado de ser “hombre carnal”; había comenzado a ser “hombre espiritual”. Se había abierto su oído. La ciencia del médico era la misma de antes. Lo que había cambiado era su oído: ya no estaba obstruido por el pecado.

El que abre el corazón
Antes de despedirse de sus apóstoles, en la Ultima Cena, Jesús les decía que “tenía muchas cosas más que decirles”, pero que “no estaban preparados para comprenderlas”; que les enviaría al Espíritu Santo y él los ayudaría “y los llevaría a toda la verdad” (vea Juan 16,43). Al Espíritu Santo lo llamamos PARACLITO, que significa: “Ayudador”, “abogado”. El ha sido enviado para que de la mano nos introduzca en la Palabra de Dios. Para que nos “convenza” de pecado, primero, y luego nos “lleve a toda la verdad”.A la Biblia no podemos ingresar solos: necesitamos la compañía del Espíritu Santo. El libro del Apocalipsis presenta a Jesús como un Cordero a quien se le entrega el poder de romper los sellos del libro sellado: La Biblia. Jesús -ya lo dijo- nos concede el don de su Santo Espíritu para que en su compañía vayamos rompiendo, uno a uno, los sellos del libro, y podamos internarnos en la Palabra de Dios.

En el libro de Hechos se narra el caso de Lidia, una vendedora de púrpura. Un día, Pablo estaba predicando a la orilla de un río. Aquella mujer con la mejor disposición se sentó para escucharlo. De pronto, el Espíritu Santo le abrió el corazón. Lidia, inmediatamente, pidió que la bautizaran (vea Hch. 16,14). Dios le había hablado. Había aceptado la salvación de Jesús, que Pablo estaba predicando. El Espíritu Santo es el encargado de “abrir el corazón”, porque la palabra de Dios se escucha con el corazón. El salmo 119 dice: “Abre mis ojos para que contemplen las maravillas de tus enseñanzas” (v.18). Antes de internarnos en la palabra, lo primero que debemos hacer es invocar al Espíritu Santo para que nos abra el corazón, para que nos “lleve a toda la verdad”, que Dios nos quiere manifestar por medio de su palabra.

La Biblia sin la presencia fuerte del Espíritu Santo, continúa siendo un libro “sellado”, ininteligible. El sabio puede captar en la Biblia los aspectos literarios, sicológicos, históricos; pero con su sola inteligencia no puede oír a Dios que habla. Eso es obra del Espíritu Santo para los de “buena voluntad”, que antes de atreverse a entrar en ese “terreno sagrado”, se descalzan y le piden al Espíritu Santo que los acompañe.

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