Solidaridad con distintos rostros. Se juntaron el hambre con las ganas de comer. El virus ese de nombre cambiante, covid, coronavirus, nos tenía acorralados desde hacía rato. En eso se nos vino encima el diluvio, no universal, pero sí devastador. Su nombre griego infundió mayor angustia. Quizá que los dioses del Olimpo estuvieran de malas pulgas a saber por qué motivo.

El caso es que ni siquiera los más ancianos habían experimentado jamás tan escandaloso derroche de agua. En pocos días el panorama cambió: agua y más agua arriba, abajo y en medio. Y no paraba de llover con entusiasmo desordenado.

La situación comenzó a ponerse color de hormiga conforme fueron apareciendo imágenes y relatos de lo que ya era una tragedia jamás vista por estos lares. Derrumbes, lagunas aparecidas de la nada, techos a nivel del agua, carreteras y caminos obstruidos. Hombres, mujeres, niños hacinados en cuanto espacio provisional, providencial, encontraban.

Videos dramáticos, fotos desconsoladoras, noticias alarmantes nos ayudaban a intuir la magnitud del desastre.

Y entonces surgió la bondad innata del corazón humano. Una marejada de ayuda de emergencia fue apareciendo como por arte de magia. Salvar vidas, despejar caminos, movilizar recursos de emergencia. Era la dimensión conmovedora de este ser humano tan insensible en apariencia.

En poco tiempo fluía toda clase de recursos: comida, ropa, medicinas, dinero. En cantidades sorprendentes. Y voluntarios dispuestos al frío y a la lluvia con tal de echar una mano urgente.

Nuestro pequeño y grande mundo salesiano de Carchá tuvo la mala suerte de encontrarse en el epicentro del huracán. Nuestras trescientas aldeas o comunidades rurales sufrieron el embate del desastre. Las menos, quedaron inundadas con graves daños: casas derruidas, cosechas arruinadas, caminos inaccesibles. Y el hambre, pues de la casa no se salvó nada. Las otras, más o menos fueron afectadas seriamente.

La solidaridad salesiana comenzó a sentirse. En pocos días nuestro centro de Chibajché comenzó a recibir camiones repletos de todo tipo de ayuda y dinero en efectivo. Voluntarios valientes clasificaban y empaquetaban esos valiosos recursos que salían en picops rumbo a las comunidades donde se podía llegar.

Nuestro segundo centro misionero, Campur, a cincuenta kilómetros de Carchá, resultó ser uno de los lugares más dañados del país. En poco tiempo el poblado se transformó en una laguna profunda. Tan profunda que cubrió totalmente nuestra iglesia y parte de la vivienda salesiana. El poblado, con ser pequeño, es un punto de mercado en el que se aglutinan casas y negocios en un desorden edilicio rayano en caos. Muchas casas se hundieron, otras fueron invadidas por el agua, en algunas ese líquido sucio destruyó la mercadería. Toda la población escapó por el temor de que el pequeño cerro aledaño se desplomara sobre el poblado.

El padre José María Seas, salesiano, es el pastor del territorio de Campur. Él vivió en carne propia la tragedia. Como periodista improvisado, grabó videos estremecedores narrados con una voz tan dramática que Campur se volvió noticia nacional e internacional. Resultado: la ayuda inmediata a Campur es imparable, tanto del gobierno como de comunidades cercanas y lejanas.

Mientras escribo, está llegando Iota, la hermana gemela de Eta. Solo eso nos faltaba. Unos dicen que grado 5, otros que grado 1. La realidad es que ya no queremos más agua y más daños. La voluntad común es arremangarse la camisa y reconstruir este rincón de Guatemala habitado por gente pobre, pacífica y trabajadora.

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