Había una vez una casita. En ella vivían papá, mamá y dos niños. El mayorcito era más juicioso, dedicado a sus tareas; el pequeño era un tanto envidioso y molestón; a menudo se peleaban. Una tarde la mamá les dijo: “Niños, dejen de pelear; ayúdenme; vamos a llevar alguna ropita y unos juguetes a la familia de Pedrito, que son muy pobres”. Los niños dejaron de pelear, ayudaron a mamá a recoger juguetes, ropa y galletas, y felices se fueron con ella.
En Guatemala el hermanito mayor somos los católicos, porque nacimos hace dos mil años, el día de Pentecostés; el hermanito menor son nuestros hermanos evangélicos, porque nacieron hace sólo quinientos años, con fray Martín Lutero.
Yo sé que a los evangélicos no les agrada que los llamemos ‘hermanos’; y ellos a nosotros católicos no nos consideran ‘hermanos’. Pero, aunque no les guste, sí son nuestros hermanos, porque comparten con nosotros las grandes riquezas de familia: creen, como nosotros, en un Dios-Trinidad; creen que Jesús es verdadero Hijo de Dios; creen que Jesús murió y resucitó para salvarnos, y que nos envió el don del Espíritu Santo; ellos reciben el mismo Bautismo que nosotros; aceptan la misma Palabra de Dios contenida en la Biblia; se guían por los mismos mandamientos de Dios; y esperan alcanzar un día la resurrección y la vida eterna, igual que nosotros.
Es una pena que hayan dejado la Eucaristía y otros sacramentos; es una pena que no correspondan al amor materno de la Madre de Jesús. ¡Paciencia! Es una pena que se peleen con nosotros, como aquellos dos hermanitos, diciéndonos que adoramos imágenes y que nos pasamos de copas. En el fondo saben que no es así (o, al menos, que no es la Iglesia la que nos enseña esas feas conductas).
Entonces, dejemos de pelear y, como aquellos dos hermanitos, hagámosle caso a mamá. En este caso la mamá es el Evangelio, que nos dice: “Tenía hambre, tenía frío, estaba enfermo, no tenía casa,...” (Mt 25).
Queridos católicos y queridos evangélicos, dejemos de pelear entre nosotros, dejemos de mirarnos mal; y salgamos juntos a trabajar. Dejemos los problemas teológicos a los teólogos; y nosotros, los de la base, dediquémonos juntos a hacer el bien a la “familia de Pedrito”, es decir, a esta pobre humanidad. En el país hay corrupción, extorsiones, violencia; en la sociedad hay enfermedades, desnutrición, pobreza, desempleo; en las familias hay adulterios, pleitos, divorcios, ancianos solos, niños expuestos al acoso; hay personas adictas a la bebida, a la pornografía, a las drogas. Hay mucha necesidad de que el Evangelio penetre en la sociedad, en las familias, en el corazón de las personas. Ayudemos juntos a sanear esos ambientes.
Al escriba que le preguntaba: “Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?”, Jesús no le hizo un sermón sobre la salvación; le contó aquello del buen samaritano y concluyó: “Haz esto y vivirás” (Lc 10, 25).
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