samWorkdley En estos días en que nos vemos azotados por la tremenda calamidad del COVID-19, se oye muchas veces la palabra “agonizantes” e incluso se elevan oraciones por los que están “en agonía”.

Yo haría la diferencia entre agonizantes y moribundos. La palabra “agonía” significa “lucha”, si atendemos a su sentido etimológico, cuyo origen es griego. Quiere decir que todos los seres humanos estamos en agonía, o sea, en una lucha por sobrevivir, pero también ineludiblemente en camino hacia la muerte.

Y es que la vida y la muerte son dos caras de una misma moneda. Solemos celebrar festivamente los aniversarios de nacimiento como “un año más”, pero visto desde la otra cara de la moneda, hemos restado un año a nuestra vida. Paradójicamente nacer es comenzar una trayectoria que desembocará en la muerte. El sabio latino Séneca († 65 d.C.) escribía así a su amigo Lucilio: “Tal como no es la postrera gota la que interrumpe el chorro de la clepsidra, sino todas las que habían manado anteriormente, así aquella postrera hora en que dejamos de ser no es la única en producir la muerte, sino en consumarla; entonces, llegamos a la muerte, pero ya hace tiempo que hemos ido caminando hacia ella”.

El célebre pensador y científico francés Blas Pascal († 1662) decía que el ser humano, al no poder encontrar una respuesta ante el sufrimiento y la muerte, hace como el avestruz: decide mejor no pensar en ello. Y la sociedad actual, que exalta la juventud y desecha a los ancianos, se especializa en crearnos falsas seguridades y mantenernos en la ilusión de que nuestra vida hay que disfrutarla y prolongarla lo más posible, como si no tuviéramos que morir. El filósofo Martín Heidegger justamente juega con la palabra di-versión (verter-de) o dis-tracción (traer-de), para indicar que la época contemporánea lo saca a uno de la profundidad de la existencia, llevándonos a la exterioridad, a lo banal, nos impide entrar dentro de nosotros mismos y nos mantiene en la superficialidad. Para él, por el contrario, vivir de forma auténtica es afrontar la muerte, ya que somos ser-para-la-muerte.

Veinticinco siglos atrás, cuando el sabio griego Sócrates estaba por beber la cicuta que lo llevaría a la muerte, condenado por el tribunal de Atenas, recibió en su celda la visita de sus discípulos que llegaron muy tristes a despedirse. Para su sorpresa, encontraron a un Sócrates muy tranquilo, el cual les hizo ver que su serenidad derivaba de la convicción de que la vida del hombre sabio no es otra cosa sino “preparación para la muerte”.

Justamente lo que ha hecho esta pandemia es darnos una bofetada para que despertemos y aceptemos nuestra realidad, nuestra fragilidad: somos mortales, estamos “en agonía”, en lucha por sobrevivir, pero también viviendo nuestra muerte. Se calcula que en el mundo mueren por día más de 150 mil personas por diversas causas, lo que significa más de cuatro millones y medio de fallecidos en tan solo un mes. Generalmente nadie pone atención a esas cifras. Si la epidemia fuera en algún país lejano del África, de Asia o incluso de nuestra América Latina, los datos no pasarían de ser anecdóticos en los noticieros, como sucede por causa de las guerras, desnutrición, atentados, migraciones, narcotráfico, etc. Las tragedias lejanas no nos quitan el sueño.

El problema ahora es que nos hemos sentido desprotegidos por lo desconocido del virus, la facilidad y rapidez del contagio, la carencia de un tratamiento seguro. Sentimos que la muerte está agazapada a la vuelta de la esquina o que el enemigo puede introducirse subrepticiamente en nuestra casa incluso por un familiar o un amigo. Además de que se ha dado una avalancha de informaciones muy dispares a través de los medios, lo que ha provocado mayor incertidumbre, confusión e incluso pánico. Hasta los países más desarrollados se han visto grandemente afectados y desconcertados, sin saber exactamente cómo reaccionar y sin medios suficientes de respuesta. La economía mundial está semiparalizada, como si estuviéramos en una guerra global, lo cual añade otro grave mal de consecuencias imprevisibles. La humanidad ha perdido de repente la serenidad. El orgullo y la autosuficiencia del hombre del siglo XXI se han hecho añicos, como una estatua que cae de su pedestal y se parte en mil pedazos.

El psicólogo Viktor Frankl tuvo que pasar por la “agonía” de tener que sobrevivir a la dura prueba de ser confinado en varios campos de concentración en tiempos del nazismo. De esa experiencia tremenda salió la propuesta de su “logoterapia”. En su famosa obra “El hombre en busca de sentido”, fruto de su experiencia en el cautiverio de los campos de exterminio, defiende que el ser humano puede sobrevivir a los más atroces sufrimientos si logra darle un sentido a su vida, aun en medio de las más terribles pruebas. Encontrarle un sentido a la vida es también encontrar el sentido a la muerte, las dos caras de la moneda.

Considero que este puede ser el beneficio de enfrentar esta pandemia: abandonar la trampa de la superficialidad en que nos mantiene la sociedad del consumo, de la ambición egoísta, del disfrute sin compromiso, y darnos cuenta de que el verdadero sentido de la vida es hacer de ella algo útil para los demás. Si yo me concentro en sobrevivir pensando solamente en “mi” vida y en “esta” vida, estoy perdido. El COVID-19 nos hace preguntarnos: ¿vale la pena seguir en la dirección que he dado a mi vida, ante la llegada inexorable de la muerte? ¿Estoy contribuyendo, aunque sea en mínima forma, a que el mundo sea mejor, más humano?

Lamentablemente los seres humanos se desviven por acumular riquezas, por obtener fama y poder, y se admira a aquellos que son objeto de portadas en noticieros, encabezan las listas de Forbes o tienen lugar en las alfombras rojas. Mientras tanto, millones y millones de seres humanos viven su “agonía”, su lucha por la sobrevivencia, entre graves calamidades, carencias, miserias, enfermedades. Como ha denunciado repetidamente el papa Francisco, son millones los excluidos, los descartados por la sociedad del egoísmo y del hedonismo. Es la sociedad de la desigualdad y de la injusticia. El mismo pontífice ha denunciado que hay un peligro más terrible que el COVID-19 y es el “egoísmo de la indiferencia”.

Jesús sentenció: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo?” (Lc 9, 25). Y puso el ejemplo del hombre rico que tuvo una gran cosecha y decidió, de manera egoísta, construir un granero más grande para guardar su trigo y así poder darse una vida regalada. Pero de repente escuchó una voz: “¡Insensato! Esta misma noche te van a reclamar la vida. ¿Y quién se quedará con lo que has acumulado?” (Lc 12,20). La pandemia no ha respetado a ricos o pobres, jóvenes o ancianos, países desarrollados o del tercer mundo, personajes famosos o gente común.

El coronavirus nos ha igualado, como sugiriéndonos que la vía de solución está en la solidaridad, en la fraternidad. No importa tanto saber cuándo o de qué vamos a morir, lo que interesa, según el evangelio, es que al final de la vida podamos escuchar las palabras de Jesús: “Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber. Fui forastero y me recibieron en su casa. Andaba desnudo y me vistieron.

Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver.” (Mt 25,34-36) Es la propuesta que nos hace Jesús para darle un sentido pleno a nuestra vida... y a nuestra muerte. Es la propuesta de ese buen pastor que fue capaz de dar la vida por sus ovejas.

 

 

Compartir