La Trinidad es modelo de toda comunidad humana, comenzando por la unidad familiar. El misterio más importante de nuestra fe es la Santísima Trinidad. Sin embargo, se nos ha presentado tan abstracto que en la práctica prescindimos de él.

Entre los esfuerzos por hacer vivencial este misterio, sobresale hoy el concepto de ‘comunión interpersonal de amor’. Es lo que hacen autores como Sebastián Fuster.

De hecho, la Trinidad es la primera comunidad. Desde la eternidad, siempre juntos, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Lo que realmente existe es una comunidad divina. Ninguno de ellos es antes o después; ninguno es superior o inferior.

Cuando decimos ‘comunidad’, queremos resaltar las relaciones recíprocas entre las personas. Cada una de las personas se vuelve por completo hacia las otras. Ninguna guarda nada para sí. Cada una pone todo en común: su ser y su tener.

Las tres personas son distintas. Una no es la otra. Pero ninguna se afirma con exclusión de la otra. Cada persona divina se afirma entregándose totalmente a las otras. Son distintas para poder entregarse cada una a las otras y estar en comunión. De este modo hay riqueza de unidad y no mera uniformidad. Están compenetradas. Cada una es para las otras, con las otras y en las otras.

La Trinidad es el modelo de cualquier comunidad: respetando a cada una de las individualidades, surge la comunidad, gracias a la comunión y a la entrega mutuas.

Esta comunidad divina de amor es una comunidad abierta y extrovertida. De hecho, se abre y sale de sí en la Creación y nos quiere introducir a todos en su vida eterna.

En la comunidad trinitaria, el modelo de autoridad queda sustituido por el de participación, común-unión, solidaridad.

La Trinidad, comprendida como ‘comunidad de personas’ fundamenta una sociedad de hermanos y hermanas, de seres distintos pero iguales, de inter-relaciones en el respeto a cada una, donde el diálogo y el consenso, la unidad en la diferencia y la diferencia en la unidad, constituyen la clave de la con-vivencia.

La Trinidad es modelo de toda comunidad humana, comenzando por la unidad familiar. Contrasta con el egoísmo, el individualismo y la soledad del hombre moderno.

Es modelo también de la comunidad eclesial, una muchedumbre donde cada uno es él mismo, con su personalidad característica, pero donde cada uno se realiza en relación a los demás.

Sin duda alguna, una de las graves enfermedades del hombre y mujer de hoy es la soledad. No es la soledad exterior: muchos sienten pánico a estar solos. Pero es un hecho que, cada día más, se hace necesaria la compañía de las redes sociales. El silencio asusta, quizás porque cuando uno se encuentra a solas consigo mismo se descubre vacío.

La soledad interior es ese sentirse extraño en medio de la muchedumbre. Esa sensación de hallarse en país extranjero. Sin apoyos válidos.

Pues bien, esta soledad enfermiza del hombre moderno se debe precisamente a que se ha ido borrando en él la imagen del Creador. Dios no ha conocido nunca la soledad. Al definirse como ‘Amor’ está revelando un misterio de intercomunicación, de relaciones personales.

El hombre de hoy, buscador de comunicación, sólo encontrará la respuesta a su angustia en Dios-trinitario. Dios es Amor. Dios es en sí mismo un misterio de relación interpersonal. El remedio a la soledad está en el amor, en la apertura hacia los otros, en la acogida de los otros, en el enlace mutuo. El hombre ha de re-descubrir en sí mismo la imagen perdida del Dios-trinitario, comunidad interpersonal de amor.

 

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