TM6 260 Soy Ligia Guerra, licenciada en educación y estoy casada con Alonso Alas. Cuando era su novia, enfermó. Al inicio fue una sorpresa, no lo podía creer, no sabíamos qué era. Solo sabía que había perdido la movilidad de su cuerpo.



Cuando llegó el diagnóstico de síndrome Guillain Barré, no dimensioné lo que significaba. Cuando me dijeron que se iba a recuperar, nunca imaginé que sería un tratamiento muy largo.
A medida que él perdía movilidad, me sentía angustiada, desesperada, no podía ni rezar. Necesitaba fuerzas, pero no sabía qué hacer.

Su estado se iba complicando cada vez más. Había días buenos en que estaba estable, pero había días que llegaba a visitarlo y no podía verlo porque estaba muy mal. Cada día era una sorpresa. En mis oraciones pedía a Dios que lo dejara conmigo, porque perderlo era una posibilidad.

Cuando lo visitaba le repetía que debía curarse porque él me había prometido que se casaría conmigo. Pasados seis meses el medicamento hizo efecto, comenzó a restablecerse y llegó la hora de dejar el hospital e iniciar las terapias de recuperación.

En mi desesperación yo quería encontrar el mejor personal que lo pudiera atender.  Pasó un año recibiendo terapias en su casa y en un centro de rehabilitación. Fue maravilloso ver cómo iba avanzando. Comenzó a mover cuello, brazos, manos y piernas. Yo sabía que Dios me lo iba a regresar. La gran meta era que lograra caminar.

Yo le decía cosas positivas, sobre todo cuando él se desanimaba. Yo sabía que no volvería a ser exactamente igual que antes, pero pudo más el amor que yo le tenía.  Alonso tiene un corazón enorme, es un hombre de oro y cada sacrificio valió la pena.  Todo esto cambió mucho mi forma de ver la vida.

Sabía que tenía que ser flexible, debía adaptarme a una nueva rutina, una nueva forma de compartir. Un día decidimos salir juntos para celebrar un aniversario. Todo era nuevo: aprender a manejar la silla de ruedas, ayudarle a comer y sentir las miradas de las personas. Pero no me importó. Aunque era algo incómodo, aprendí a evitar las miradas y aceptar la ayuda de quienes la ofrecían.

Debemos acomodarnos a lo que Alonso pueda hacer. Pensar en ir a un centro comercial tomados de la mano ya no era posible porque necesitaba la silla o la andadera; entonces lo tomo del brazo.

A los dos nos encanta bailar. En las fiestas bailamos desde nuestra silla.

Esto es parte de la vida y le puede pasar a cualquiera. para mí fue un claro mensaje: para Dios no hay nada imposible. Mi fe creció mucho más.

Desde el momento en que Alonso me pidió matrimonio fui la mujer más feliz del mundo. Él se convenció de que yo estaba dispuesta a lograr lo que fuera. Sería un matrimonio diferente.
Ahora él se preocupa por su casa, ayuda en lo que puede. Ahora ya es mucho más independiente. Nunca me he sentido sola con él. Al inicio pensamos que no podríamos tener hijos, pero Dios nos bendijo con una niña que es nuestra princesa.

Los primeros días con la bebé fueron difíciles. Pensamos que no lo lograríamos porque tuve una cesárea y yo también necesitaba ayuda. Con esfuerzo todo salió bien. Es un papá espectacular.

Creo que a las personas se les olvida la cortesía: respetar los parqueos para discapacitados y los baños. No hay una cultura respecto a instituciones educativas, centros comerciales, supermercados, transporte público, aceras adecuadas para personas con problemas de movilidad o discapacidad visual y auditiva. Hay lugares a los que no podemos ir porque tienen muchas gradas y no hay opciones para alguien en silla de ruedas o andadera. Es el reto de todos los días. Se necesita una sociedad más empática.

 

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 260 Noviembre Diciembre 2022

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