Presente Nuestro tiempo es el tiempo que nos toca vivir. ¿cuál podría ser la mejor manera de vivir este tiempo después de la pandemia? Podríamos descubrir el valor de la esperanza en momentos en los que la mayoría de las personas o tiene miedo o no ven llegar el momento en el que olvidarse de lo que ha sucedido.



¿Podemos olvidar lo que ha acontecido? ¿Olvidar a las familias que han perdido familiares? ¿Los casi dos millones de víctimas? ¿El rostro de los más frágiles de nuestras sociedades? ¿Tantas personas que han estado implicadas trabajando en primera línea? ¿Sería justo olvidar? Sería lo peor que podríamos hacer.

Nos preguntamos si nos enseña algo lo que estamos viviendo, y si estamos dispuestos a cambiar algo, a repensar algunos valores o visiones de la vida.

Que el confinamiento vivido nos ayude a la apertura
Vivíamos en continuo movimiento. En el afán de responder a todo. A un ritmo muchas veces desenfrenado. Inesperadamente ha llegado una quietud obligatoria que nos ha encerrado quizá un poco en nosotros mismos, en nuestras casas, en nuestras familias, en cuarentenas obligatorias y necesarias. Aparecen miedos: el miedo al otro, el próximo o el distante. Del contagio que llega quien sabe de dónde, y que es generador de la más grande incertidumbre.

Por eso abrir debe ser el verbo. Abrir los espacios, los ambientes, las ventanas de la vida. Abrirnos al otro como encuentro. Abandonar todo lo que nos encierra, recuperar el sentido de nuestra apertura. La apertura del corazón. Recuperar la visión a un horizonte más amplio.

Del creciente individualismo a una mayor solidaridad y fraternidad
La huella de Dios en la humanidad se nota especialmente en la capacidad de salir al encuentro del otro en un acto de solidaridad con su creación. El egoísmo busca la autocomplacencia, nos vuelve auto-referenciales y genera la cultura del individualismo, la cual termina por exponer nuestra pequeñez.

Durante la pandemia nos hemos dado cuenta de que somos demasiado vulnerables, frágiles y dependientes. Todos, no solo algunos. Bajo una misma amenaza colectiva, inimaginable y sentida, la humanidad siente la necesidad de los otros. Vivimos necesitados del otro. Del mutuo cuidado. No queremos estar solos.

La solidaridad es la mejor victoria sobre la soledad. La solidaridad se expresa concretamente en el servicio, que puede asumir formas muy diversas de hacerse cargo de los demás. Servir significa cuidar a los frágiles. Cada uno es capaz de dejar de lado sus búsquedas, afanes, deseos de omnipotencia ante la mirada concreta de los más frágiles. El servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su proximidad y hasta en algunos casos la padece y busca la promoción del hermano. Son muchos los que esperan nuestra sonrisa, nuestra palabra, nuestra presencia.

Del aislamiento hacia una cultura del encuentro
No es fácil salir del propio encierro; sobre todo cuando este es deseado. Es más fácil permanecer aislados porque surge el miedo de la cercanía. Sin embargo, en el corazón humano está la llama que enciende la necesidad absoluta de estar juntos en familia, con los amigos, con la asociación del barrio, con el grupo de voluntariado, con los compañeros de escuela, del trabajo, del club de fútbol.

Este tiempo de vulnerabilidad nos ofrece un espacio de empatía y de reencuentro. Una cultura del encuentro del otro. El aislamiento y la cerrazón en uno mismo o en los propios intereses jamás son el camino para devolver esperanza y obrar una renovación. Aislamiento, no; cercanía, sí. Cultura del enfrentamiento, no; cultura del encuentro, sí.

De la división hacia una mayor unidad y comunión
No es posible generar una cultura del encuentro sin que salvaguardemos la unidad, esa misma que otorga el Espíritu de Dios a quienes entran en comunión con él, porque nos hermana y nos lanza a vivir una misma vocación: la de ser hijos amados de Dios.

El coronavirus es la primera crisis en siglos que afecta a todos en su globalidad. Sin distinciones. Se ha presentado una gran paradoja: un virus que creó la división por miedo, nos une. Nos empuja a interesarnos por los demás. Nos une en una empatía de altruismo, de solidaridad, de preocupación, de expresión del bien común y ojalá de compasión y de misericordia.

Nos une también en la búsqueda de soluciones. El egoísmo que divide es una enfermedad, mucho más antigua que el COVID, que hay que curar. Nos una la medicina del evangelio de la esperanza y de la alegría que nos hace más humanos e hijos de Dios.

Del desánimo, vacío y falta de sentido a la transcendencia
De ser señores absolutos de la propia vida y de todo lo que existe hemos pasado a sentirnos muy frágiles. En muchas familias fue necesario inventar mil narrativas para explicar a los niños por qué tenían que quedarse en casa, lejos de los abuelos, de los amigos de escuela, de los vecinos, sin salir durante quince o veinte días a la calle.

El vacío de este tiempo ha causado mucho daño. Pasamos de todas las seguridades a la incertidumbre de un suelo de arenas movedizas, inestable, inseguro. El Señor nos habla en este tiempo.

En estas situaciones límite, Dios continúa hablándonos a través de los corazones de las personas que ven y responden de manera original y diferente.

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 250 Marzo Abril 2021

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