Le dije a mi novio que no podía tener ese bebé. hr Hace casi doce años tomé una fuerte decisión en mi vida que me impactó y que la sigo recordando. Tenía 24 años, habían sido años difíciles. Era madre soltera de una pequeña de tres años. Fueron años de muchos esfuerzos para superar el engaño del padre de mi hija. Había tenido que abandonar la universidad para trabajar a tiempo completo y poder encargarme de mi hijita.

Luego perdí el trabajo con el que había logrado mejorar mis ingresos económicos. Desesperada, tomé un trabajo con menores ingresos, pero que me ayudaba en los gastos. Algunos unos meses después, pude retomar mis estudios, lo que me motivó mucho. Al comenzar la universidad hice nuevos amigos. Mi vida no era igual que la de mis compañeros. Solo tenía tiempo para trabajar y para estar con mi hija. Poco a poco comencé a salir con un compañero que parecía comprender mi situación.

Él era agradable, simpático y respetuoso. Al igual que yo, su vida era un poco complicada. Su madre había muerto y debía ocuparse de sus hermanos menores. Al poco tiempo de conocernos, la relación se volvió seria y comenzamos a tener intimidad sexual sin protección. Resultado: un embarazo.

Cuando me enteré, lloré toda una noche. No sabía qué hacer, grité buscando una solución. Mi novio me apoyó y me aseguró que todo estaría bien. Pero la realidad es que estaba en un problema. Mi hija iba a cumplir tres años, ¿cómo le explicaría a ella y a mi familia que tendría un bebé de otro hombre? La gente me juzgaría porque ya había resultado embarazada una vez sin haberme casado y me pasó nuevamente con otro hombre a quien apenas conocía.
Sabía que era un hombre bueno, pero no lo amaba. Perdería mi oportunidad laboral si salía embarazada. Mi sueldo apenas alcanzaba, así que no podía dejarla pasar.

Entre lágrimas y gritos le dije a mi novio que no podía tener ese bebé. Él intentó tranquilizarme prometiendo que se haría cargo de mí, de mi hija y del nuevo bebé. Me propuso iniciar una vida juntos. Pero mis razones fueron más fuertes y no acepté. Le dije que, si él no me ayudaba, yo enfrentaría sola la situación.

Con el pasar de los días una idea cobraba sentido. Recordé un reportaje periodístico que mencionaba las múltiples opciones clandestinas para abortar.

El procedimiento era costoso y mi novio lo asumió. Al principio, él no quería, pero logré convencerlo. Compramos un medicamento que debía inyectarme. Esa noche me quedé en la casa de mi novio. En pocas horas comenzó la pesadilla. Según la indicación, debía soportar el dolor, pues los analgésicos podían evitar el efecto. Comencé a sangrar y el dolor era insoportable. Mientras me retorcía de dolor, pedía perdón a Dios y al bebé por haber tomado esa decisión.

El dolor y el sangrado duraron tres días. Con el tiempo parecía que todo había vuelto a la normalidad, pero me sentía vacía. Mi relación terminó porque mi novio me culpó de todo y terminó conmigo.

Me sentía muy sola, lloraba todas las noches, pero me consolaba diciendo que era lo mejor. Unas semanas después se lo confié a mis amigas y se asustaron; solo me escucharon. Habíamos crecido en un grupo juvenil de la iglesia y esto era una situación impensable. Una de ellas me juzgó fuertemente. Fue difícil y doloroso, sentía el alma en blanco.

Pasaban los meses y pensaba en cómo hubiera sentido el embarazo en mi vientre. Incluso tenía la fecha en la que podría haber nacido mi bebé. Me preguntaba hubiera sido niño o niña. Cada día me sentía más sola.

Poco a poco todo fue pasando. Años después asistí a un retiro espiritual, pude ofrecer mi testimonio abiertamente y pude perdonarme. En el 2016 el papa Francisco hizo un llamado a todas las mujeres que habían tomado la decisión de abortar para que buscaran el perdón por medio de la confesión. Así lo hice y me sentí liberada.

Si tuviera que pasar por esto de nuevo, mi decisión sería diferente. Lo sé porque hace unos meses viví la dura prueba de tener un aborto espontáneo de un bebé que de verdad deseaba. Fue una prueba difícil, y llegué a pensar que era un castigo que me merecía.

El arrepentimiento y la culpa son más grandes que los posibles problemas que implica la llegada de un bebé no planeado. Los hijos son una bendición de Dios.


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