Simón Srugí

1877-1943

Simáan (que vamos a llamar Simón) nació el 15 de abril de 1877, en Nazaret, conciudadano de Jesús. Tan solo tres años después, Simón perdió a su padre y a su madre en el espacio de pocos meses. Lo recogió su abuela, y fue creciendo delgado como una brizna de hierba, con una sombra de tristeza en lo hondo de sus ojos, y con un enorme deseo de amor.

En aquel tiempo había muchos huérfanos en Palestina. Un sacerdote italiano, P. Antonio Belloni, que se encontraba en Jerusalén, comenzó a abrir casas para estos “muchachos de nadie”. Amigo e imitador de Don Bosco, el P. Antonio proporcionaba a los huérfanos en sus casas escuela, oficio, clases de catecismo y mucha bondad. Fue rebautizado por la gente como Abuliatama, padre de los huérfanos.

En 1888 Simón cumplía once años, y entró en la casa del Abuliatama abierta en Belén. Allí se encontró con el rostro bueno y amable del P. Antonio, a quien en poco tiempo Simón consideró como su nuevo padre. Fue a la escuela, aprendió a amasar la harina, a llevar el horno.

En 1891 el P. Belloni y todos los sacerdotes que le ayudan en el cuidado de los huérfanos, se hacen “salesianos”, entrando en la congregación de Don Bosco. Simón, que precisamente aquel año se había decidido a quedarse con el P. Antonio para ponerse como él al servicio de los huérfanos, fue “de Don Bosco para siempre”.

Tenía diecisiete años cuando fue al orfanotrofio-escuela agrícola de Beit Gemál, fundado por el P. Antonio Belloni sobre las últimas colinas de Judea. Fue como aspirante salesiano. Allí completó sus estudios en 1895, hizo el noviciado, y en 1896 se consagró al Señor con los votos de pobreza, castidad y obediencia, haciéndose salesiano. Tenía diecinueve años.

La casa de Beit Gemál tenía molino, horno, prensa para las olivas, graneros. A su imponente construcción se pegaban las casitas de los campesinos musulmanes, que para poder vivir dependían de aquella gran casa. En las faldas de las colinas y en algún campo de la llanura amenazada por la malaria, los pequeños campesinos cultivaban cereales, olivos y vid. Y en caravanas siempre ruidosas y pendencieras entraban en la gran casa para que el molino transformase el grano en harina blanca, las olivas en aceite oloroso.

Aquel muchacho amable y cortés llegado de Belén comenzó a transportar, encorvado y silencioso, vasijas de aceite, sacos de grano y harina. Era débil, pero trabajaba de buena gana. Aquella mirada profunda y viva sonreía siempre que se cruzaba con otra mirada y su voz delicada saludaba con palabras amables y simpáticas.

Así comenzó (y continuará durante cuarenta y cinco años) la vida del salesiano Simón Srugi, siervo de todos. Por la mañana ayudaba a misa, dirigía la meditación de los salesianos, asistía a los muchachos huérfanos en la iglesia, en el patio, daba clase. A la vez, encontraba el tiempo para ponerse en el banco de una tienducha a la que los campesinos iban a comprar las cosas de primera necesidad. Era también el enfermero, cuidaba del horno y del molino (el único en un radio de 30 kilómetros).

En todas estas ocupaciones que abarcaban todos los momentos del día, Simón supo unir siempre dos cosas casi inconciliables: la laboriosidad incansable y la amabilidad delicada.

1915. Italia entra en la primera guerra mundial contra Austria, Alemania y el Imperio Turco. Los salesianos italianos, ya que Palestina forma parte del Imperio Turco, son encarcelados el 23 de agosto. A los muchachos el gobierno los envía a un orfanato musulmán.

En 1917 los ingleses conquistan Palestina. Los salesianos pueden volver a su trabajo. Simón tiene cuarenta años. Comienza para él el período luminoso de la plena madurez. Se le confía totalmente el molino.

Cada día, de los cincuenta pueblos de los alrededores sube al molino una caravana de mulos y de camellos cargados de sacos de grano. Srugi muele la harina de todos, se hace el encontradizo con todos, habla con todos, sonríe a todos. Durante las discusiones más acaloradas sale con las manos blancas de harina y se mete entre los contendientes con riesgo de ganarse una cuchillada. Devuelve la paz. A veces les riñe con palabras fuertes, pero no se lo toman a mal.

Muchas de aquellas personas acurrucadas al sol en espera de su turno para el molino tenían sacudidas de escalofríos de la malaria, sufrían por llagas abiertas y no curadas. Muálem Srugi, enfermero en la casa salesiana, comenzó a ser el enfermero de todos. Inyecciones, pomadas, medicinas extraídas de las hierbas. Y así, al lado de la caravana de los mulos que llevaban los sacos de grano al molino, comenzó a subir otra caravana, más lenta, más silenciosa. Hombres y mujeres, niños y ancianos, vestidos de todas las formas, con el rostro contraído por el sufrimiento. Llegaron a ser 100 y 120 al día. Muállem se convierte en Haqim, el médico.

En 1939 el mundo se vio envuelto en la segunda guerra mundial. El 10 de junio de 1940 también Italia entró en guerra contra Francia e Inglaterra. Los salesianos italianos fueron arrestados, y gran parte del trabajo cayó sobre las espaldas cansadas de Simon Srugi. Tenía ya sesenta y tres años, y un año antes le había atacado la malaria y había tenido una doble pulmonía.

El progreso había avanzado. En los pueblos de los alrededores ya había médicos, farmacias, hospitales. Pero la gente acudía aún a Haqim Srugi, porque “sus manos tenían el poder y la ternura de Alá”.

En octubre de 1943, la tos y el asma lo clavaron en su habitación. Después de una crisis dijo: “Es terrible cuando falta la respiración. Pero si el Señor lo quiere, está bien”. Murió solo, en el silencio de su habitación, durante la noche del 26 al 27 de noviembre. Los campesinos musulmanes, sucios, pendencieros, acudieron con lagrimas en los ojos, con sus niños en brazos, para que viesen por última vez a Haqim Srugi.

Ellos lo Ilevaron al cementerio. Musitaban: “Después de Alá estaba Srugi. Era un mar de caridad”.

Tomado del libro “Familia Salesiana, Familia de Santos”, de Teresio Bosco.

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