MED-1 Cuando el salmista David comienza uno de sus salmos diciendo: “Abre, Señor, mis labios y mi boca proclamará tu alabanza” (Sal 51,17 ), está señalando algo básico con respecto a la oración de alabanza. Nosotros no tenemos una varita mágica para iniciar cuando queramos la oración de alabanza. Necesitamos que Dios “abra nuestros labios” por medio del Espíritu Santo para poder alabarlo. No basta la voluntad humana. Solo Dios tiene la “llave” que nos permite alabarlo. Esa llave es el Espíritu Santo. Bien lo afirma san Pablo cuando nos revela que nosotros, por nuestra debilidad, no somos capaces de decir ni siquiera: “Jesús es el Señor”, si no es por la acción del Espíritu Santo en nosotros (1Cor 12, 3).

 Cuando David dice, en el salmo 40: “Puso en mi boca un canto nuevo”, está reafirmando lo mismo: es Dios el que pone en nuestros labios la alabanza por medio del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo el encargado de provocar en nosotros la oración de alabanza, que le agrada sobremanera a Dios.  El profeta Ezequiel cuenta su experiencia. El Señor le ordenó que les hablara a unos “huesos secos”. El profeta obedeció: los huesos comenzaron a moverse y a revestirse de carne. El Señor le indicó al profeta que le faltaba algo: tenía que invocar al “Ruah”, al Espíritu, para que “soplara” sobre los huesos secos. Cuando el profeta invocó al Espíritu, los huesos secos se convirtieron en el ejército del pueblo de Dios. (Ez 37,1-11). En la Biblia, el “Ruah” es el viento fuerte en movimiento, que indica la presencia del Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo, el “dador de vida”, el que hace que las palabras congeladas en nuestro corazón sean calentadas y se conviertan en jubilosa alabanza. De esta manera, se realiza la promesa del Señor: “Yo haré entrar mi Espíritu en ustedes y vivirán” (Ez 37,5). Por eso, lo  primero que debemos hacer, al intentar alabar a Dios, es invocar al Espíritu Santo para que caliente nuestro corazón y brote la oración de alabanza.

 

La fuerza del “Ruah”

Pentecostés fue la manifestación arrolladora del Espíritu Santo, que llevó a los apóstoles y discípulos a una expresiva alabanza, tan efusiva y desbordante, que algunos  llegaron a creer que los discípulos estaban pasados de copas de vino. La oración de alabanza, que provoca el Espíritu Santo, se ha comparado a una mística embriaguez. En Pentecostés, Pedro se vio en la obligación de explicar lo que estaba sucediendo. Se cumplía lo que había dicho el profeta Joel, que en los últimos tiempos el Espíritu Santo se derramaría abundantemente por medio de signos carismáticos.(Hch 2,16-20). Según san Agustín, los últimos tiempos se inician con la venida de Jesús; nadie sabe la fecha de su término.

 

Lo mismo que se dio en el Cenáculo para Pentecostés, se repitió en la casa del centurión Cornelio cuando, ante la predicación ungida de Pedro, toda la familia de Cornelio experimentó la fuerte irrupción del Espíritu Santo, que los llevó a alabar gozosamente a Dios (Hch 10). También se repitió en Éfeso, cuando Pablo impuso las manos y oró por los que habían sido evangelizados. Todos experimentaron la fuerza del Espíritu Santo, que los impulsaba a alabar a Dios impetuosamente (Hch 19).

  

San Pablo a los de Éfeso les aconsejaba que se edificaran mutuamente entonando salmos y cánticos inspirados. Pero les anticipó que para eso antes debían estar “llenos del Espíritu Santo” (Ef 5, 18-20). Bien sabía Pablo por experiencia que, sin la acción del Espíritu Santo, la oración de alabanza no puede brotar de nuestros corazones y labios. Ernest Gentile lo explica, cuando escribe en su libro “Adora a Dios”: “El Espíritu descongela las ideas de la gente referentes a Dios, y vivifica la verdad bíblica en sus corazones”. Una mujer samaritana le preguntó a Jesús cuál era el lugar indicado para poder alabar a Dios. Jesús le dio una respuesta indiscutible; le dijo: “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en Espíritu y Verdad” (Jn 4,23). Los comentaristas de la Biblia escriben con mayúscula Espíritu, ya que, como señala Raymond Brown, aquí “no se refiere al espíritu del hombre, sino al Espíritu de Dios”.

 

Jesús dijo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba… Del interior del que crea en mí brotarán ríos de agua viva” ( Jn 7, 37-38 ). San Juan explica que esos ríos de agua viva simbolizan al Espíritu Santo. Esos ríos de agua viva denotan la vida abundante, que Jesús prometió a los que creyeran en él. Esa vida abundante se manifiesta por medio de la oración de alabanza, que exteriorizan los ríos de agua viva, que el Espíritu Santo hace brotar en los corazones. Escribe Raymond Brown: “El Espíritu eleva a los hombres por encima del suelo y de la carne y los capacita para adorar adecuadamente”  El día de la resurrección, Jesús sopló sobre sus apóstoles y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo”(Jn 20,22 ). 

 

El aliento de Jesús se introdujo en el alma de los apóstoles y comenzó a invadir sus corazones, que desbordaron en alabanzas jubilosas el día de Pentecostés, cuando quedaron totalmente llenos del Espíritu Santo. Dice Ernest Gentile: “El Paráclito provoca en el corazón de los adoradores las expresiones más elevadas de adoración y alabanza”. Toda oración de alabanza es impulsada y dirigida siempre por el Espíritu Santo. De aquí que antes de intentar alabar a Dios, hay que pedirle al Espíritu Santo que con su llave de amor “abra nuestros labios”.

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