meditacion-1 La Carta a los Romanos tiene una de las afirmaciones más desconcertantes y consoladoras de la Biblia. Dice: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rom 8, 28). Intelectualmente es fácil aceptar este principio bíblico. Vivirlo es muy difícil. Aquí se encierra la esencia de lo que debe ser la confianza total en Dios, Padre amoroso, que todo lo dispone para bien de sus hijos que lo aman. Ésta es la base para alabar a Dios en todo tiempo y circunstancia. Intelectualmente creemos que “todo resulta para bien de los que aman a Dios”; pero lo cierto es que continuamente nos “quejamos” de lo que sucede a nuestro alrededor: por el frío, por el calor, por el teléfono, por las circunstancias negativas que nos rodean. Al quejarnos, en la práctica, estamos protestando contra “alguien”. Ese Alguien, en última instancia, es Dios, aunque, conscientemente, no lo expresemos del todo.

 

Si, de veras, creemos de corazón que “todo resulta para bien de los que aman a Dios”, deberíamos vivir en una continua actitud de alabanza a Dios por todo lo que nos sucede. Dice san Pablo: “Den gracias a Dios en todo porque ésta es la voluntad de Dios” (1 Tes 5, 18). ¿Damos gracias a Dios en todo? ¿En los momentos de gozo como en los de amargura? Si estuviéramos convencidos de corazón, por fe, de que todo responde a un plan de amor de Dios, deberíamos distinguirnos por ser unos perpetuos alabadores de Dios en todo momento. Lo cierto es que, más bien, nos distinguimos por nuestras continuas quejas, por nuestras rebeldías internas, que demuestran que, en la práctica, no creemos de corazón que “todo concurre para bien de los que aman a Dios”.

El novelista Albert Camus afirmaba que no creía en Dios porque había visto en la guerra que muchos niños inocentes morían desastrosamente. Sin lugar a duda, el mal del mundo nos desconcierta. Dice el Evangelio que Dios cuida hasta de los pajarillos; pero, nosotros continuamente vemos que muchos pajarillos caen y mueren. Lo que nos derrota, muchas veces, ante estas circunstancias terribles, es que no logramos dar el salto de fe necesario. Un ejemplo: si un niño se saca la lotería, inmediatamente decimos: “¡Qué niño tan dichoso, tiene asegurado su porvenir!” Si muere un niño en un accidente, decimos: “¡Pobrecito: vivió tan poquito!” Centramos nuestra atención sólo en lo material: el dinero. No pensamos que aquel niño que murió, ya está en la gloria eterna; que para él la muerte ha sido una “ganancia”, como decía san Pablo. A esta conclusión solo se puede llegar por la fe viva, no por una fe puramente intelectual. Si abundara la fe de corazón, lo veríamos todo de distinta manera: no nos quejaríamos tanto. Más bien alabaríamos a Dios Padre en todo momento por su misterioso proyecto de amor para nosotros.

 

Muchas serpientes

San Pablo afirma que las serpientes venenosas, que causaron gran mortandad en el desierto a los del pueblo de Dios, aparecieron por las “murmuraciones” de los israelitas. Se habían olvidado de los signos y prodigios que Dios Padre había obrado en favor de ellos. Ahora tenían su mente centrada sólo en las dificultades que encontraban en el desierto. Se habían olvidado de la bondad de Dios: por eso, en lugar de alabar a Dios, se quejaban constantemente. San Pablo indica que esto fue escrito como “advertencia” para nosotros (1 Cor 10, 9-12). Lo mismo nos puede suceder a nosotros, si en lugar de alabar a Dios en todo, nos convertimos en perpetuos murmuradores que nunca estamos conformes con nada; que no sabemos adivinar la mano de Dios en todo.

 

El profeta Habacuc inicia su libro pidiéndole cuenta a Dios, con cierta rebeldía, por los acontecimientos lamentables que estaban asolando a la nación. Le decía al Señor: “¿Hasta cuándo clamaré a causa de la violencia sin que vengas a liberarnos?” (Hb 1, 2). El desilusionado profeta tomó la resolución de dedicarse más a la oración y la meditación para poder afrontar aquella situación caótica de la nación. El Señor le contestó diciendo: “Tú, espera, aunque parezca tardar, pues llegará en el momento preciso”(Hb 2, 3). En el profeta comenzó a operarse una “conversión”: fue asimilando, poco a poco, el plan de Dios, que no comprendía. El libro de Habacuc concluye con una preciosa oración en la que el profeta promete alabar a Dios en toda circunstancia: también cuando no haya cosecha de uvas y de aceite, cuando llegue a escasear el ganado, cuando no haya flores (Hb 3,17-19). En el profeta se dio una total conversión: de la queja pasó a la alabanza. Es la conversión que se nos pide. Es el cambio radical de la queja a la alabanza, a la aceptación gozosa en todo momento del misterioso y, a la vez, amoroso plan de nuestro Padre del cielo.

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