MEditacion-4 En la novela española «El diablo cojuelo», hay un personaje que va por encima de las casas levantando los tejados y observando lo que hay adentro. Si tuviéramos el poder de este curioso personaje, quedaríamos asombrados al ver tanta amargura, tanta desilusión, tanta frustración en muchos hogares. 

Un siquiatra de Estados Unidos afirmó que el 75% de los matrimonios de ese país son «desdichados». Es algo que deja sin aliento. No cabe duda de que una epidemia maléfica está desbaratando nuestras familias. Nuestros hogares, cada vez más, se están convirtiendo en pequeños hoteles a los que los miembros de la familia casi solo llegan a comer y a dormir. Allí se ve televisión, se leen los periódicos, se escucha música; pero casi no se platica; se gritan mucho unos a otros; el diálogo casi ha desaparecido por completo. ¿Que les estará pasando a nuestras familias?

Al principio, cuando Dios instituyó la familia, le fijó leyes y normas para su felicidad. Cuando esas normas y leyes se quebrantan, todo se viene abajo. Lo que antes era gozo, paz, cordialidad se convierte en amargura, desilusión. Es necesario que nuestras familias sean sometidas a un serio examen a la luz de la Biblia. En la Palabra de Dios se exponen pistas muy concretas para que las familias reencuentren el sendero que las llevará a recobrar la armonía, el gozo de vivir en familia.

 

¿A favor del machismo?

En la carta a los Efesios, se lee: «El esposo es la cabeza de su esposa como Cristo es la cabeza de su Iglesia» Ef. 9, 23. Algunos hombres creen encontrar aquí la defensa de su espíritu machista.  En el contexto no se habla de una «superioridad» del hombre con respecto a la mujer. Todo lo contrario: Se hace resaltar que Cristo, como cabeza de su Iglesia, vino a servirla, a sacrificarse por ella. Por eso terminó lavándo los pies a sus apóstoles. Al hombre, por su misma psicología, se le ha escogido para llevar sobre sus hombros la tremenda responsabilidad de ser «la cabeza de su hogar», de ir adelante abriendo camino para su esposa y para sus hijos. La mencionada frase de San Pablo no favorece el «machismo», sino más bien acentúa la responsabilidad del padre de familia de asumir el peso de ir en la vanguardia enfrentando las más duras situaciones para buscar la felicidad de su esposa y de sus hijos.

 

En la primera carta de San Pedro, se lee: «Esposos, denles a sus esposas el honor que les corresponde» (1P 3, 7). San Pedro fue casado; conocía muy bien lo que era un hogar. Por eso realza el lugar de privilegio que le corresponde a la mujer dentro del núcleo familiar. Durante el noviazgo, el novio se deshace en atenciones hacia la novia. Parece que se quiere convertir en alfombra para que ella pase encima. Pero los tiempos cambian: durante el matrimonio, una de las características de los esposos es su indiferencia, su falta de finura, de cortesía.  Ahora quieren que la esposa sea una alfombra que esté continuamente bajo sus zapatos.  ¡Sería bueno resucitar, de alguna manera, aquellos chispazos del noviazgo en que él aparecía con un regalo de vez en cuando! ¡Habría que desempolvar algunos piropos que no se le han dicho a la esposa desde hace mucho tiempo! ¿Cuándo fue la última vez que el esposo invitó a la esposa a salir juntos para charlar, para tomar una taza de café? Es algo muy simple, pero que tiene mucha incidencia en la armonía familiar. La esposa, en el fondo de su corazón, está reclamando a gritos esas pequeñas atenciones. Por su orgullo femenino, tal vez, no lo expresa, pero lo desea ardientemente.

 

La misma carta a los Efesios, dice: «Esposos, amen a sus esposas como Cristo amó a su Iglesia y dio la vida por ella» (Ef. 5, 25). La manera como Cristo amó a su iglesia, como esposo, que se sacrificó por ella. Murió por ella. El verdadero amor no consiste en pensar cómo una persona me puede hacer feliz a mí, sino cómo yo puedo hacerla feliz a ella. San Pablo no favorece el «machismo»; recalca, más bien, la responsabilidad del marido como «cabeza de su hogar», como responsable de la felicidad de su esposa y de sus hijos.


Retrato de mujer

En el libro de Proverbios hay frases bellísimas que enumeran las bondades de la esposa. Escojo algunos versículos del capítulo 31: «Mujer ejemplar no es fácil de hallar. De más valor es que las perlas.  Su esposo confía plenamente en ella...».  «Brinda a su esposo grandes satisfacciones todos los días de su vida...». «Se reviste de fortaleza y con ánimo se dispone a trabajar...». «Habla siempre con sabiduría, y da con amor sus enseñanzas...».  Sus hijos y su esposo la alaban y le dicen: «Mujeres buenas hay muchas, pero tú eres la mejor de todas». Toda mujer debería esforzarse por reflejar en su vida ese bello retrato del ama de casa que muestra el libro de Proverbios. Cuando eran novias, se arreglaban con pulcritud, con esmero. Pero ahora, no es raro, que dejen mucho que desear en su presentación personal. Tal vez no meditan suficientemente que su marido llega de la calle, de ver y tratar con mujeres muy bellas; si las encuentra desarregladas, indiferentes, no experimenta ninguna atracción normal hacia ellas.  La Biblia dice: «Maridos, amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia» Ef. 5, 25.  

 

La mujer debe cooperar para que su esposo se sienta emocionado al verla, al volverla a besar, a saludarla.

Es muy conveniente también que la esposa reflexione acerca de sus temas de conversación con el marido. Es en extremo tedioso para el marido, que vuelve de su trabajo, cansado y, a veces frustrado, encontrarse con una esposa que solo sabe hablar de pañales y  de pleitos de cocina. ¡Como habría que resucitar algunos de aquellos deliciosos diálogos del tiempo del noviazgo! Salomón escribió: «Es mejor vivir en el desierto que con una mujer rencillosa e iracunda» (Pr. 21, 19). La mujer con facilidad se llega a aburrir con los monótonos quehaceres domésticos, y se vuelve quejumbrosa. Sin darse cuenta, puede contagiar a su esposo y a sus hijos su pesimismo y mal humor. La Biblia señala que ella debe infundir «fortaleza» en su hogar. Es muy notorio que así como el hombre con facilidad olvida pequeños detalles de cortesía, así también la mujer «conserva» por muchos años los rencores que se anidan en su corazón, que bloquean su relación íntima con su esposo y que, a la postre, matan el amor. Las esposas, con frecuencia, deberían meditar en el capítulo 31 del libro de Proverbios, y preguntarse seriamente si esos bellos versículos son una realidad en su vida de madres y esposas. Dios los creó hombre y mujer para que se complementaran; para que el uno al otro se ayudaran a ser a felices. Por eso el Señor dijo: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”.

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