med1 Varias veces he experimentado lo siguiente: en un grupo de personas, he invitado a varias personas para que hagan una oración. Casi todos, inician la oración diciendo: “Señor, te pido...”, “Señor, te pido...”, “Señor, te pido...”. Para muchos, la oración es sinónimo de “pedir” cosas a Dios.  Se olvidan de darle gracias, de bendecirlo, de alabarlo. Para muchas personas la oración de alabanza es casi desconocida. En su oración normal abundan los “Te pido...” y no aparecen los “Te alabo...”. Cuando acudimos a Dios sólo para pedirle cosas, demostramos que, propiamente, no lo amamos, sino que lo buscamos únicamente porque queremos la solución de nuestros problemas.

 

La oración de alabanza ha sido llamada “la oración perfecta” porque la persona que de corazón alaba a Dios, propiamente se olvida de sí misma para centrar su atención en la bondad y la grandeza de Dios; porque su objetivo en la oración no es obtener favores de Dios, sino expresarle su agradecimiento, su admiración. Algo que no se olvida con mucha frecuencia: la alabanza es una “orden” expresa de Dios. No es un consejo piadoso. No es una recomendación. Dice Pablo: “Den gracias a Dios en todo, porque esta es la voluntad de Dios para ustedes en Cristo Jesús” (1 Ts 5, 18). Es una orden  del Señor. Algo que le agrada. Algo que debe brotar espontáneamente del corazón agradecido.

Motivos para alabar

Para que la oración se convierta en alabanza, deben existir motivos concretos que nos impulsen a alabar a Dios. La primera carta a Timoteo dice: “Porque todo lo que Dios creó es bueno”. Aquí hay un motivo muy convincente. Todo lo creado es bueno. Es un regalo de Dios para sus hijos. Por eso el libro del Génesis hace ver cómo Dios mismo “vio que era muy bueno” lo que había creado. El salmista, al contemplar la creación, estalla en un grito de alabanza, diciendo: “Los cielos pregonan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal 19).San Pablo también nos invita a contemplarlo todo como un regalo de Dios para nosotros; dice Pablo: “Todo resulta para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28). En la óptica de la fe, todo es “algo bueno” que Dios regala a sus hijos.

 

En tiempos del Rey Salomón, cuando, entre sonido de trompetas y tambores, llevaban el Arca de la Alianza al Templo, todos iban entonando alabanzas a Dios, y decían: “Porque es bueno y su misericordia es eterna” (2 Cro 5, 14). La mejor motivación para alabar a Dios es haberse encontrado con Dios como un “Padre bueno y misericordioso”. Tener experiencia de la bondad y misericordia de Dios es el mayor estímulo para sentirse impulsado a alabarlo y bendecirlo.

 

El Salmo 68, 19 reza: “¡Bendito el Señor! Cada día nos colma de beneficios el Dios de nuestra salvación”. El Salmo 103, 2, a su vez, recomienda: “¡Bendice, alma mía, al Señor y no olvides ninguno de sus beneficios! ” El olvido es de lo más característico del hombre. Olvidamos con facilidad los beneficios de Dios. Se borra de nuestra mente el rosario de favores que Dios nos ha dispensado. En nuestra balanza pesan más nuestras desgracias y nuestros sinsabores. De allí que nuestra oración, en lugar de ser una alabanza gozosa, se convierte en un lamento interminable.

 

El pueblo de Israel no terminaba de bendecir a Dios apenas acababa de pasar el Mar Rojo. Pero al poco tiempo, ante las dificultades del desierto, en lugar de alabanzas, había protestas contra Dios. Hasta llegaron a decir: “¿Está o no está Dios con nosotros?”(Ex 17,7). Se habían borrado de la mente del pueblo las hazañas del Señor, que hacía poco habían cantado en grandiosos himnos. El pueblo de Israel se perfiló como un pueblo “murmurador”, inconforme. Olvidaba los beneficios del Señor. Hacía hincapié en sus desgracias nada más. Era un pueblo inconforme. La Biblia especifica que las “serpientes venenosas”, que aparecieron en el desierto, se debían a las murmuraciones del pueblo. Esas serpientes destructoras patentizaban que la bendición del Señor se había apartado del pueblo que ya no alababa, sino murmuraba.

 

Al Señor le agrada la alabanza. La alabanza atrae su bendición. Los que, en tiempos de Salomón, llevaban el Arca del Templo, entre cantos de alabanza, pudieron ver cómo una nube se introducía en la casa del Señor(2 Cron 5,13). Esa nube era señal de la presencia de Dios, de su bendición. Esa simbólica nube nos recuerda que, cuando el pueblo tenía comunión con su Dios, la nube los precedía, lo ocultaba de enemigos; se volvía  fosforescente en la noche para indicarles el camino. La alabanza es signo de comunión con Dios, que se patentiza con su evidente bendición. Dios, en alguna forma, se manifiesta, muestra su agrado.

 

El ciego de Jericó, al ser curado, dice el Evangelio, iba “alabando a Dios. Y toda la gente que lo vio también alababa a Dios” (Lc 13, 43). El tullido, curado por Pedro y Juan, en el atrio del Templo, entró “andando, saltando y alabando a Dios”. Tanto el ciego como el tullido habían experimentado la salvación de Dios y, por eso, no terminaban de alabar al Señor, y su alabanza inducía a los demás a unirse a su oración de gratitud a Dios. La esencia de la oración de alabanza estriba en la experiencia de la salvación de Dios, de sus beneficios, de su misericordia, de su salvación. El cristiano, que ha sido salvado, que ha recibido innumerables dones de Dios, que ha sido múltiples veces perdonado y sanado debe sentir la necesidad de alabar a Dios. No hacerlo equivale a provocar el desencanto de Dios, como cuando Jesús, al ver a un solo leproso que le daba las gracias, preguntó; “Y los otros nueve, ¿dónde están?”(Lc 17,18).

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