Un poco de levadura hace fermentar toda la masa» (Gál 5,9 Jesús dijo: ¿A qué compararé el reino de Dios? Es semejante a la levadura que una mujer tomó y metió en tres medidas de harina hasta que todo fermentó»
(Lc 13,20-21).

 La levadura trabaja silenciosamente. La fermentación tiene lugar en el silencio, así como el obrar del reino de Dios. Trabaja desde dentro. ¿Quién, en efecto, ha podido escuchar la levadura mientras actúa sobre la harina y sobre la masa en que se ha puesto, mientras hace subir toda la masa?

Esto nos hace comprender la acción del reino de Dios. Esta es la acción interior e invisible del Espíritu; es la levadura puesta en el corazón. Como la levadura realiza su acción por contacto directo, así sucede con el Evangelio.

El Señor nos dice que el reino de Dios es como la levadura con la que se hace fermentar la harina amasada con la que se hace el pan. La levadura, como señala el Señor en la parábola evangélica, no es la más grande en cantidad. Al contrario, se utiliza muy poca. Pero lo que la diferencia es que es el único ingrediente vivo y, por estar vivo, tiene la fuerza para influir, condicionar y transformar toda la masa.

Por tanto, podemos decir que el reino de Dios es una realidad humanamente pequeña y aparentemente irrelevante.

Para entrar a formar parte de él es necesario ser pobres en el corazón. No confiar en las propias capacidades sino en el poder del amor de Dios. No actuar para ser importantes ante los ojos del mundo sino preciosos ante los ojos de Dios, que tiene predilección por los sencillos y humildes.

Ciertamente el reino de Dios requiere nuestra colaboración. Pero es, sobre todo, iniciativa y don del Señor. Nuestra débil obra, aparentemente pequeña frente a la complejidad de los problemas del mundo, si se la sitúa en la obra de Dios, no tiene miedo de las dificultades.

La semilla del bien y de la paz germina y se desarrolla, porque el amor misericordioso de Dios hace que madure.

 

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