La muerte: de la desesperanza a la alegría cristiana El tema de la muerte no despierta,en general, mucho interés y, menos, alegría. Nos esforzamos por negarla. Es un tema poco atractivo, si se trata de nuestra propia muerte. En cambio, nos gustan las películas de guerra o de violencia para aplaudir así, la muerte de los otros.  

Todo ser viviente nace, crece y muere. Nosotros los humanos somos excepción. Mientras el animal pone punto final a su existencia con su muerte, para nosotros la muerte es un paso a otro tipo de vida. Y, si somos creyentes, esa otra vida puede ser luminosa o tenebrosa. Nos diferencia del animal el hecho de que estamos dotados de un alma inmortal. 

La muerte es vista como un final negro, indeseado. Como si se apagara la luz y nuestra vida se esfumara en una realidad nueva, desconocida, intimidante. Todos los pueblos a lo largo de la historia han desarrollado símbolos y ritos funerarios propios. Un elemento constante es la creación de ritos fúnebres que ofrecen al difunto la ayuda necesaria para encontrar el camino hacia esa nueva realidad tan imprecisa. Y conservar el recuerdo de los que se han ido. O sea, persiste en todas las culturas la creencia de que la vida no termina, pero que el difunto se adentra en un mundo misterioso al que es preciso guiarlo con elaborados ritos funerarios.

La vida no termina 

Nuestra muerte, para el cristiano, no es un final, sino la apertura a otro nivel de vida. Si administramos nuestra vida terrena con responsabilidad, se abrirá a nosotros un nivel de vida glorioso. De lo contrario, la suerte eterna será un tormento inimaginable.

Nuestro destino eterno se juega en un período corto o largo de nuestro peregrinar por el mundo. Tenemos a nuestro alcance numerosos ritos que nos fortalecen en nuestro caminar hacia la patria definitiva. Los sacramentos, la Palabra de Dios, la comunidad cristiana son insumos valiosos para enfrentar nuestra propia muerte con la serenidad de un hijo de Dios que se sabe amado por él.

Don Bosco, con la perspicacia de pastor y educador, daba buen espacio en su pedagogía al tema de la muerte. El “Ejercicio de la Buena Muerte”, práctica devota popular en su tiempo, la supo aprovechar para inculcar en sus jóvenes la alegría de vivir. Parece una contradicción, pero no es así. El pensamiento de la muerte, realidad ineludible, era vivido por sus muchachos como una fiesta.

El Sistema Preventivo de Don Bosco se fundamenta en una alegría pedagógica. Combina sabiamente el estudio exigente y la alegría desbordante. Los centros educativos salesianos están marcados por esa alegría: despertar el gusto por vivir una vida en clave cristiana. Razón, religión y cariño serán las líneas maestras de su pedagogía preventiva. Incluir el tema de la muerte como elemento pedagógico no ensombrecía la vitalidad de los muchachos, sino que los encamina por un estilo de vida alegre y limpio, con la limpieza de las virtudes cristianas.

Es aleccionador el caso de la muerte del jovencito Domingo Savio, alumno de Don Bosco en el Oratorio de Turín, Italia. Proveniente de una familia con fuerte raigambre cristiana, encontró en el bullicioso ambiente educativo propiciado por Don Bosco el alegre clima necesario para crecer en poco tiempo hasta altos niveles de santidad. A sus escasos quince años de edad, la muerte lo visita. En vez de afligirse, muere con el rostro radiante exclamando: ¡Qué cosas más hermosas veo! Domingo Savio no fue la excepción. La santidad juvenil emanada de la sabia pedagogía de Don Bosco impregnaba a muchos jóvenes dándole al Oratorio de Don Bosco el sabor de una santidad alegre.

Hay modos de vivir esta vida nuestra tan precaria. En primer lugar, la certeza de que, tarde o temprano, experimentaremos el drama de la vida que se esfuma. Luego, la certeza ineludible de enfrentarnos a un Dios que nos pedirá cuentas sobre la calidad moral de nuestro paso por la tierra. Un Dios que nos recibirá en la comunidad de los justos o un justo juez que sellará la muerte definitiva como resultado de nuestra vida pecaminosa.

 

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