La persona casada no puede amar a Dios y tender a la santidad al margen de su matrimonio. /Fotografía Cathopic/Belén Hernández El matrimonio es el camino específico de santidad para los esposos. La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia familiar.


El matrimonio es una auténtica vocación: acción de Cristo, que invade el alma de los que se casan y les invita a seguirle, transformando toda la vida matrimonial en un andar divino en la tierra.


Es preciso recordar que marido y mujer ya no son dos, sino una sola carne. Esa unión no es una relación superficial, sino que incide en el ser de los esposos: el matrimonio une sus personas en todos los aspectos conyugales, que están íntimamente implicados en la vocación a la santidad. Una vez que el ser de cada esposo ha quedado afectado por la vinculación indisoluble con el otro, su respuesta a la vocación bautismal no puede darse al margen de su identidad de esposo o esposa.


Resulta que la vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas corrientes que los esposos cristianos deben santificar.


La persona casada no puede amar a Dios y tender a la santidad al margen de su matrimonio.


Cada esposo mantiene su singularidad ante Dios, y debe responder personalmente a su vocación a la santidad, que incluye como aspecto esencial la santificación de su vida matrimonial y familiar en íntima cooperación con su cónyuge.


Puede ser que uno sea más religioso que el otro; o que sigan devociones o tradiciones espirituales diferentes; o que uno tenga mayor preocupación o compromiso distintos en su apostolado personal o en su formación cristiana, etc.


La mutua comunicación de la espiritualidad personal no necesariamente tiene que ser total. Dependerá de lo que sea prudente compartir, según las circunstancias. En todo caso, puesto que la intimidad conyugal debe ser también fuente de confianza, lo natural será que haya siempre comunicación espiritual, pero con delicado respeto a la libertad y a la conciencia del otro.
Dice Pablo en Ef 4,1: “Os ruego yo, prisionero por el Señor, que viváis una vida digna de la vocación con la que habéis sido llamados”. Y dice Pedro en 2P 1,10: “Hermanos, poned el mayor esmero en fortalecer vuestra vocación y elección”.


En la correspondencia libre a la elección de Dios, especificada por el sacramento del matrimonio, se decide la plenitud de la realización personal de los esposos. El Señor, que los ha elegido es fiel y no dejará de concederles todas las gracias necesarias, como fruto del sacramento que les hace participar realmente en el amor con que Cristo se ha unido a su Iglesia.


Los esposos cristianos deben esforzarse por mantener siempre vivo el don del bautismo. Por ello es necesario que reaviven y profundicen continuamente su fe, ya que de otro modo cederían fácilmente a la tentación de vivir su vida conyugal y familiar de manera rutinaria.


Los casados están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar.


Se trata de recurrir a los medios que alimentan la vida de la gracia, para ser capaces de percibir amorosamente el hondo significado que poseen en Cristo la mismas realidades familiares y conyugales.


Los medios para alimentar la vida de la gracia son, los mismos que han de frecuentar asiduamente todos los cristianos: la oración, la mortificación y los sacramentos, especialmente la penitencia y la Eucaristía. Sin embargo, pueden y deben vivirse con especiales matices y acentos desde la vocación matrimonial.


Sostenida por el trato confiado con Dios, la vida fiel de los cónyuges cristianos se convierte en participación fecunda en la misión que Cristo confió a su Iglesia y se llena de los frutos divinos de la redención para ellos y su familia, para la Iglesia y para el mundo.

 

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