Por qué permite Dios el dolor. Pero ¿lo permite realmente?
Ocurre que la libertad va indisolublemente unido a la responsabilidad. Nuestras acciones tienen consecuencias. Con mi libertad construyo mi vida, e influyo, positiva o negativamente, en las vidas de los demás y, a la vez, la libertad de los demás influye en mi propia vida, positiva o negativamente. La sociedad humana es una continua interrelación de unos con otros, y nos hacemos sufrir unos a otros con frecuencia. Consciente o inconscientemente.
Lo que no resulta admisible es echar la culpa a Dios. La fuerza de la libertad es tan tremenda que si, en esta vida, Dios quiere una cosa y nosotros queremos la contraria, por asombroso que parezca, se hace lo que nosotros queremos.
Dios puede darnos un mandamiento expreso... y nosotros podemos hacer lo opuesto. Y se hace lo que nosotros queremos. Es, sin duda, consolador saber que, hagamos lo que hagamos, al final de los tiempos Dios pondrá todo en su lugar, pero eso no merma nuestra personal libertad y responsabilidad con las que, en un momento dado, podemos ir en contra de la voluntad de Dios y causarnos daño grave a nosotros mismos y, por desgracia, podemos causar un daño terrible también a otros, que son inocentes. Pensemos en las guerras o en tremendos accidentes mortales, causados por una irresponsabilidad humana.
Cada pecado es un momento en el que Dios ha querido una cosa... y nosotros hemos querido otra. El aborto es un buen ejemplo. Y se hace lo que nosotros queremos.
¿Pero, por qué Dios no impide que hagamos el mal? Oímos que Dios es omnipotente y pensamos que Dios puede hacer cualquier cosa. Pero no es así: una vez ha querido Dios una cosa, él no cambia. La suya no es una voluntad arbitraria. Esto es clave para poder entender el problema del mal: Dios nos ha creado libres: y no nos va a quitar la libertad nunca.
¿Y por qué ha querido Dios que seamos libres? Porque el ser humano sin libertad estaría privado de la capacidad de amar. Ser capaces de amar exige la libertad. Cuando Dios crea al hombre, está buscando un ser con quien compartir amor.
Sin libertad sufriríamos mucho menos (las piedras no sufren), pero seríamos incapaces de hacer el bien y de alcanzar la felicidad (las piedras no aman). A Dios le hubiera sido muy fácil crear esclavos, pero no espera que sepamos corresponderle libremente por amor. No quiere la sumisión de un esclavo, sino el amor de un hijo.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice en el número 311: “Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura”.
Ahora bien, ¿en qué sentido Dios ‘permite’ el mal? Porque en nuestro idioma, cuando una persona permite un daño, de algún modo es responsable de ese daño. Pero el Catecismo es claro en afirmar que Dios no es el causante de ningún mal.
Cuando el Catecismo afirma que Dios ‘permite’ el mal está queriendo decir que Dios no impide las acciones libres de los hombres. Dios no pasa haciendo continuos ‘milagros’ para evitar las consecuencias negativas de nuestras malas acciones; no impide que se deriven las consecuencias correspondientes. Sabe que, como consecuencia de la libertad, habrá pecados. Y éstos causarán sufrimientos.
La última palabra, en definitiva, corresponde a Dios en el Juicio Final, pero entre tanto, el trigo y la cizaña, conviven juntos.
La expresión ‘Dios permite el mal’ hay que saberla entender, porque, de lo contrario, estaríamos haciendo a Dios responsable de los males, lo cual es completamente equivocado. Dios respeta, la libertad del hombre y no impide que se sigan las consecuencias, buenas o malas; para mí o para otros. Inocentes o culpables. Pero es nuestra responsabilidad y rendiremos cuentas por ello.
Dios prohíbe el mal, y Jesús lo sufre, lo aguanta, le duele. Él lo padece misteriosamente. Al padre de la parábola le dolió el mal que afectó al hijo pródigo. Sin embargo, no impide que hagamos cosas malas y que causemos sufrimientos. Esos sufrimientos no se pueden achacar a Dios.
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