Emanuela1

Manuela es una joven doctora que ha llegado desde Italia a Petén en Guatemala para ofrecer su servicio profesional a los humildes habitantes de San Benito, donde tres salesianos atienden una parroquia. Ha absorbido muy bien el choc cultural y se ha ganado el corazón de sus nuevos amigos. Ella narra su experiencia inicial.

Vivir con esta gente me está sometiendo a una dura prueba. Experimento emociones fuertes y a veces contrastantes. En este lugar la escala de valores es muy diferente a la nuestra. Estoy haciendo un gran esfuerzo para entender el porqué de ciertos comportamientos que aquí se consideran normales.

En primer lugar, las cosas positivas. Un gran valor que estoy descubriendo aquí y que en Italia lo hemos ido perdiendo es la acogida. Acoger no es aquí solo dar hospitalidad, sino hacerse cargo de todos los problemas y exigencias de la persona. Estoy hospedada en una familia de la parroquia, una pareja con dos niños bellísimos de 13 y 11 años. 

Ellos hacen la limpieza de mi cuarto, lavan mi ropa, me preparan desayuno, almuerzo y cena, me acompañan dondequiera y a cualquier hora. Me pagaron la entrada a Tikal, así como un guía en italiano, y la entrada al cine de la ciudad. Mi familia, cuando lo supo, me regañó, pues les parecía que me estaba aprovechando de ellos. 

Entonces me animé y hablé con el papá para explicarle que no eran necesarias todas esas atenciones. Me miró un poco desconcertado y me dijo: “Ema, tú has venido aquí a prestar un servicio a los pobres; lo que hago es una pequeña colaboración a tu servicio. Al cuidarte, puedo ayudar a los más pobres.”


Esas palabras me tocaron el corazón y me ayudaron a entender que no estaba sola. Vine sola de Italia, pero aquí el Señor me ha dado personas maravillosas que están participando en mi misión y que me ayudan como si fueran mis padres.

 

Me ha impresionado también el modo de rezar de la gente. Cada actividad del día comienza y termina con una oración. Es una oración de alabanza, de agradecimiento a Dios que les da la posibilidad de llevar a cabo lo que están haciendo, desde comer hasta prestar un servicio a los pobres. La oración es parte integrante de la gente. Aquí se da la conciencia de que todo viene de Dios y solo por su medio puede ser realizado. Aquí es hermoso rezar, y por primera vez puedo decir que he orado con el corazón.

También hay situaciones críticas. La condición de la mujer, por ejemplo. A la mujer no se le presta ninguna consideración. En la clínica donde trabajo vienen con frecuencia los esposos a pedirme medicinas para sus esposas. Cuendo les pregunto si es posible que venga la señora para poder examinarla, me miran desconcertados. No están acostumbrados al hecho de que sus mujeres puedan tener el derecho de ser curadas por un médico. A veces el sacerdote debe ir a hablar con los maridos para pedir permiso de que sus esposas asistan a misa.

La sección de maternidad del hospital es impresionante. La edad medida de las madres es de 15 años. La señora que trabaja conmigo en la clínica me dice que con frecuencia esos embarazos son resultado de violación de los padres o hermanos mayores. Nadie denuncia, porque quien está a cargo de hacer respetar a la ley casi siempre es un corrupto; el miedo supera a la justicia.

Pocas mujeres saben leer, porque la asistencia a la escuela solo es para los varones. Un programa parroquial de alfabetización de la mujer está en marcha. Un día tuve una reunión con un grupo de señoras sobre la prevención del tumor de mama y del cuello uterino. Hablé de cosas simples como el autoexamen y la importancia del pap test. El tema era toda una novedad. Me encantó poder responder a sus preguntas. Es una condición injusta, pues estas jóvenes tienen delante un destino muy cruel

Hace poco, en compañía de un señor que trabaja en la clínica, visité un lugar llamada Nueva Esperanza. Es una especie de aldea inmersa en la selva, con casas como establos de madera sin pavimento,  sin servicio sanitario ni agua. Debíamos pesar a los niños y dar bolsas ricas de alimentos a los de bajo peso.

Allí conocí a Ángel, un niño de dos años y medio, con dos hermanos, uno de cinco años y otro de seis meses. Su madre tendría 20 años; el marido la había abandonado hacía poco. No tienen casa, andan descalzos y muy sucios. Cuando le digo que soy doctora, me pide que visite a Ángel. Lo examino y veo que tiene una terrible infección cutánea que se extiende en todos sus genitales y por las piernas, y que le provoca una picazón y un dolor inmenso. Es una infección enorme que no se encuentra en los libros de medicina.

Es una situación grave que requiere hospitalización; yo no puedo hacer nada allí. La madre me mira y se echa a reír. La idea de ir al hospital le da risa porque no se lo puede permitir; es como decirle que vaya a la luna.

Ángel morirá. No hay absolutamente nada que hacer. Morirá debido a una infección descuidada, que de por sí se hubiera curado muy fácilmente. Al regreso, cubierta de lágrimas, el padre Giampiero me explica que ese es un caso normal, y que hay muchísimos más niños como Ángel. 

La vida no es un valor. La muerte no asusta, es parte de la naturaleza y solo los más fuertes sobreviven. Esto no lo entiendo ni lo acepto y me hace sufrir. Los ojos de Ángel me quedaron impresos en mi mente y no logro olvidarlos.

 

Manuela

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