meditacion228 No podemos acercarnos a la Biblia como a un libro de ciencia, a una novela, a un libro de historia. Hay una gran diferencia. Aquí se está caminando sobre terreno santo. Hay que descalzarse. Ponerse de rodillas. De otra forma no se logra oír la voz desde la zarza ardiente. La voz de Dios, que “descubre sus secretos a los sencillos, y los esconde a los sabios y entendidos” ( Mt 11, 25).

Primer paso indispensable: Hay que comenzar levantando los ojos hacia el cielo. Hay que pedir la iluminación del Espíritu Santo para poderse internar en el libro que esconde el secreto que Dios solo revela a los humildes. Jesús cuando prometió el Espíritu Santo, dijo: “El Espíritu Santo les recordará todo lo que yo les he dicho... Les enseñará todas las cosas” (Jn 14, 26) ... “Los llevará a toda la verdad...” (Jn 16, 13). “Les hablará de mí...” (Jn 16, 14).

El Espíritu Santo nos recuerda todo lo que Jesús dijo. Nos hace volver a encontrarnos con las palabras del Señor. Gustarlas, entenderlas, asimilarlas. Leer la Biblia debe ser como estar oyendo a Jesús. Sentirse discípulos de Emaús: Jesús nos está evangelizando. Por eso Jesús afirmaba: “Escudriñen las Escrituras... ellas hablan de mí” (Jn 5, 39).

El Espíritu Santo, además, nos enseña todas las cosas. Cada día hay algo que se desprende de ese pasaje bíblico que habíamos leído varias veces; pero que ahora, nos descubre algo que nunca habíamos captado. Toda la vida se nos va en aprender todas esas cosas que el Espíritu Santo nos va enseñando, cuando buscamos con fe la Palabra de Dios. El Espíritu Santo nos va llevando a toda la verdad.

La Biblia cada día nos sorprende con algo nuevo. Es la verdad de Dios que se nos abre cada vez más. Es el secreto de Dios que se nos manifiesta de una forma más clara y concreta.

El Espíritu Santo nos habla de Jesús. “Les hablará de mí”: El Espíritu Santo nos ayuda a penetrar, más y más, en la personalidad de Jesús. A comprenderlo más. A amarlo más.

Mientras no nos pongamos en manos del Espíritu Santo, para que nos enseñe y nos lleve a toda la verdad, la Biblia permanecerá como un libro cerrado para nosotros.


Los ojos en el libro
“Escudriñen las escrituras... ellas hablan de mí” (Jn 5, 39), decía Jesús. Escudriñar. ¡Qué bien escogido este verbo! No basta una lectura rápida, como cuando se lee un libro de literatura, de historia. Escudriñar implica, examinar con lupa cada palabra. ¿Dónde está Jesús aquí? ¿Qué me está diciendo Jesús a mí hoy, en esta circunstancia? En este momento, soy uno de los discípulos de Emaús.

Jesús por medio de su Santo Espíritu quiere “resucitar mi fe”. Comienza por decirme: “Tardo y necio de corazón” Quiere llenarme de gozo, de paz. Quiere que yo me vuelva “comentarista” de su Palabra. Evangelizador.

Fue Santiago el que comparó la Biblia con un espejo. Santiago advertía acerca del peligro de mirarse en ese espejo “a la carrera”; al dar la vuelta, ya no nos acordamos de cómo es nuestra imagen. En ese espejo hay que verse detenidamente. Es un espejo que refleja con exactitud mi imagen. En el cuento de la Cenicienta, el espejo les decía a las mujeres si eran feas o bonitas. El espejo de la Biblia no nos engaña. Nos encara con nuestro yo. Es un espejo parlante, es Dios que habla.

Es el rostro de Dios que por momentos aparece en el mismo espejo y nos mira con dulzura, si estamos en su gracia; o con tristeza, si el pecado afea nuestro rostro.

La Biblia es “espada” que hiere, que penetra. Pero no hay que tenerle miedo. Es como el bisturí del cirujano, no es para matarnos, sino para extirpar el tumor maligno. San Ambrosio decía que las palabras de la Biblia no sólo son “inspiradas”, sino que “espiran a Dios”.

Dios se ha quedado encarnado en las palabras que inspiró a los profetas, a los santos varones que recibieron los mensajes de Dios.

Cuando se “escudriña” la Biblia, de la mano del Espíritu Santo, entonces “espira a Dios”. Se oye la voz de Dios que habla a los sabios y a los incultos. Dios les habla a todos.

El espejo parlante de la Biblia, a cada uno nos habla en nuestro idioma, en nuestra jerga. Nos dice lo exacto. Lo que necesitamos. Lo que Dios estaba esperando decirnos cuando le permitiéramos hablarnos. Los escribas y fariseos continuamente estaban “escudriñando” las Escrituras. Pero no encontraron en ellas a Jesús. Se encontraron con el Mesías triunfalista que ellos querían.

Esos ojos que se clavan en la Biblia para escudriñarla, deben ser ojos de “niño”, frescos, para poder encontrar a Jesús a cada paso. Deben ser ojos “limpios para poder ver a Dios”. Para no encontrarse solamente con un libro de historias grandiosas, de sicología, de literatura, de sociología.

Con los ojos y los labios hacia arriba
Este momento de diálogo no puede faltar en la meditación de la Biblia. Dios quiere oír nuestra voz, nuestras protestas, nuestras peticiones de aclaración. Nuestra aceptación. No puede haber meditación de la Biblia sin diálogo. Es preciso dar una respuesta a la voz de Dios. Esa voz no se puede perder en el vacío.

Me plantea problemas, me indica soluciones. Me deja, tal vez, perplejo. Lo cierto es que no puedo quedarme sin hablarle a Dios. Toda lectura de la Biblia, por eso, tiene que terminar en un diálogo con Dios. En una oración de alabanza, de perdón, de súplica, según las circunstancias. La Palabra como espada ha penetrado hasta la frontera entre el alma y el espíritu. Me ha desnudado. Me ha descubierto mis intenciones, mis sentimientos. Ahora tengo que comentar todo eso con Dios. Tengo que alegrarme. Pedirle ayuda. Suplicarle que tenga paciencia conmigo.

El rey David, en su salmo 139, oró: “Señor, tú me has examinado y conocido. Tú has conocido mi sentarme y levantar; has entendido desde lejos mis pensamientos. Has escudriñado mi andar y mi reposo. Todos mis caminos te son conocidos...”. Después de tener los ojos fijos en la Biblia para escudriñarla, resulta que somos ahora, nosotros los que nos sentimos “escudriñados”.

Todo queda al descubierto en la presencia de Dios. No me resta más que, como el mismo rey David, exclamar: “Te alabaré; porque formidables, maravillosas son tus obras. Estoy maravillado y mi alma lo sabe muy bien” (Sal 139, 14).

 

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