Jesús es entregado por la misericordia de Dios para que pueda borrar el pecado del mundo. Se ha dicho que en Juan 3,16 se resume todo el mensaje de la Biblia, que habla de la misericordia infinita de Dios. Ese mensaje lo recibió el fariseo Nicodemo cuando fue a visitar de noche a Jesús. Según él, Jesús lo iba a felicitar; le iba a dar una palmadita en el hombro y le iba a decir: “Muy bien; eres un santo”. En cambio, Jesús le pasó como una aplanadora encima, cuando le dijo que si no volvía a nacer del agua y del Espíritu, no podría ingresar en el reino de los cielos.

De esta manera, le estaba pidiendo a Nicodemo una conversión profunda. Nicodemo, en su orgullo espiritual, se hizo el que no entendía, y le preguntó qué debía hacer. Jesús le respondió: Como Moisés levantó en el desierto la serpiente, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al hombre que no dudó en entregarle a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino tenga vida eterna (Jn 3,14-16).

Jesús se presenta como entregado por la misericordia de Dios para que, con su sangre en la cruz, pueda borrar el pecado del mundo. Jesús afirma explícitamente que fue “entregado” para morir en la cruz. Eso lo comprendió Nicodemo, cuando el Viernes Santo llegó al Calvario. Al ver cómo moría Jesús en la cruz, comprendió la inmensidad del pecado, que para ser borrado, Dios tuvo que entregar a Jesús para que muriera en la cruz. También comprendió la inmensidad del amor de Dios, que tuvo que entregar a su Hijo para que muriera en lugar de los pecadores. El mensaje esencial de la Biblia se comprende en el Calvario. Un misterio tremendo al que nos vamos acercando poco a poco, no para comprenderlo en plenitud, sino para dejarnos quemar por el fuego de la misericordia infinita de Dios. El que quiera tratar de comprender lo más posible la misericordia de Dios, como Nicodemo, debe ir al Calvario. Allí se encontrará con la Inmensidad del pecado y con la infinita misericordia de Dios.

Solo un apóstol
junto a la cruz
San Juan fue el único apóstol que se atrevió a estar junto a la cruz de Cristo. Juan nos detalla que a Jesús le clavaron una lanza en el costado, del que brotó sangre y agua. San Juan Crisóstomo comentó que la sangre de Jesús es lo único que puede borrar el pecado del hombre. El agua simboliza la nueva vida en el Espíritu Santo, que se nos concede una vez que nos hemos convertido y aceptado a Jesús como nuestro Salvador y Señor.

En una visión, Jesús le ordenó a Santa Faustina Kowalska que hiciera pintar un cuadro con su imagen de cuyo corazón salieran dos rayos de luz: uno de color rojo y otro de color blanco. Así es como se representa la Divina Misericordia de Jesús. Con su sangre borra nuestro pecado. Con el agua del Espíritu Santo nos concede la nueva vida en el Espíritu Santo. Como Nicodemo en el Calvario, ante esa imagen de Jesús de la Divina Misericordia, no nos queda otro camino que dejarnos limpiar con la sangre de Jesús, y dejarnos conducir por su Santo Espíritu para una regeneración profunda. En eso consiste el ser verdadero cristiano, discípulo de Cristo.

Es sumamente importante destacar cómo los últimos papas le han dado tantísima importancia a la misericordia divina El Papa san Juan XXIII, al abrir el Concilio Vaticano II, dijo: “Hoy la Esposa de Cristo prefiere emplear la medicina de la misericordia antes que levantar el arma de la severidad”. El Papa San Juan Pablo II publicó su encíclica “Dives in misericordia”, “Rico en misericordia”. En el año 2002 consagró el mundo a la divina misericordia. Todos captamos como un signo de Dios el que el Papa Juan Pablo II hubiera muerto en la víspera del domingo de la Divina misericordia, que él había instituido.

El Papa Benedicto XVI, cuando era cardenal, refiriéndose a su predecesor, escribió: “Oímos llenos de alegría el anuncio del Año de la Misericordia. La misericordia divina pone un límite al mal, ha dicho el Santo Padre: Jesucristo es la divina misericordia: encontrarse con Cristo es encontrarse con la divina misericordia”. El Papa Francisco, no podía quedarse atrás. Su pontificado se caracteriza por su actitud de misericordia hacia los más necesitados. Nada extraño que haya proclamado el Año de la misericordia que se inicia el 8 de diciembre de 2015.

En la época en que vivimos, de desconcierto, de terrorismo, de indiferencia religiosa, de materialismo exacerbado, de asombro y desconcierto ante los tsunamis y millares de mártires cristianos que son masacrados, como en la época de Nerón, simplemente porque no quieren renegar de su fe cristiana. Ante este espeluznante panorama, no nos queda otro camino que encomendarnos a la misericordia divina y tratar de vivir la misericordia divina como remedio para un mundo de adelantos técnicos espectaculares y de un enanismos espiritual asfixiante.

Cuando Jesús estaba por morir en la cruz, llamó a la Virgen María, y le dijo: Mujer, he ahí a tu hijo (Jn 19,26). Y se la entregó a san Juan, el discípulo amado, que nos representaba a todos los discípulos. Fue un último gesto misericordioso de Jesús. Dejó a su iglesia a la Virgen María, la que mejor había experimentado y vivido la misericordia divina. La dejó para que, como Madre de Misericordia, nos cuidara en la nueva época que comenzaba para la Iglesia.

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