Educar DB5 En las conversaciones entre padres y profesores, esta es la frase más utilizada. Los padres suelen reafirmarlo con frases como “es inteligente pero no se compromete” o “sus resultados podrían ser mejores si tuviera más interés, si siguiera más, si no estuviera pensando en otras cosas, etc.”

¿No basta con ser inteligente para tener éxito? ¿Existe un gen de aprendizaje? ¿Por qué mi hijo no está interesado? Y sobre todo: ¿Qué puedo hacer para ayudarle? ¿Cuáles son las principales causas inconscientes que pueden afectar al aprovechamiento del potencial intelectual de un niño? Todos conocemos a niños globalmente serenos, abiertos a los demás e interesados en su entorno familiar, escolar y extraescolar. ¿Cuáles son las claves afectivas y educativas con las que han sido bendecidos que otros no han recibido? Podemos hacer algunas observaciones sencillas.

No sólo hay inteligencia “mecánica”
La inteligencia escolar no es una herramienta que se pueda manejar independientemente del resto de la persona. El malentendido radica a veces en querer que el niño funcione como una máquina de pensar, que obtenga buenos resultados escolares de forma desconectada de su vida cotidiana, quizá sin alegría, sin placer por el aprendizaje. Si las escuelas y los padres juzgan y miden a los niños sólo con este parámetro, el desastre está a la vuelta de la esquina.

Hay una base fisiológica de la inteligencia, medible si se quiere, elástica, increíblemente extensible, que debe ser “despertada” por la educación temprana, que depende del entorno cultural en el que se crece, que es muy diverso con diferentes colores y matices. Pero la diferencia entre el niño que tiene éxito y el que fracasa es la “capacidad” de aprovecharla.

Para que un niño se dedique a una actividad intelectual escolar, debe estar disponible psíquicamente. Es esta disponibilidad psíquica la que le permite hacer uso de su inteligencia fisiológica. ¿No es que todo el mundo abre un libro, lee unas cuantas páginas y no se acuerda de nada? Es que la “cabeza” está en otra parte. ¿Acaso un problema familiar angustioso no obliga también a los adultos a cometer errores inexplicables en el trabajo o al conducir un coche?

Una cosa debe ser siempre evidente: ningún niño quiere fracasar o ser etiquetado como “incapaz”. En el diálogo con los profesores, los padres deben estar atentos a expresiones como “perezoso”, “no se concentra”, “no se interesa”: suelen ser signos de problemas muy diferentes.

Existe la inteligencia emocional
Una buena inteligencia emocional no sirve de nada si su beneficiario no desea utilizarla o si otras preocupaciones se lo impiden. Las principales características de una buena inteligencia emocional son las que caracterizan positivamente a la persona: la capacidad de aceptar a los demás de forma serena, la inclinación a motivarse, la fuerza para perseverar en las dificultades gracias a una reserva interior de seguridad, la propensión a dominar los impulsos y a esperar pacientemente la satisfacción de los deseos, la capacidad de mantener un estado de ánimo constante y no dejarse vencer por la preocupación sin poder pensar, el sentido de la esperanza.

Es importante educar una inteligencia completa y serena
Dotar a los niños de recursos interiores y espirituales es el primer compromiso de la educación familiar. Los padres deben tener en cuenta los tres objetivos pedagógicos clásicos: la cabeza, el corazón y las manos. Formar la cabeza de un niño significa ayudarlo concretamente a adquirir una inteligencia eficaz, una verdadera cultura, una disposición intelectual del conocimiento, el orden, la memoria, el equilibrio y el juicio.

La inteligencia “material” necesita, sin duda, “disciplina”: escribir, leer, estudiar, ser ordenado, aprender, concentrarse, memorizar, practicar, son actividades que requieren “noes” precisos y costosos a alternativas aparentemente más agradables para los niños y que sólo pueden garantizarse con la presencia de un educador.

Pero si este esfuerzo sólo se exige por la fuerza y las amenazas, no servirá de nada. El niño necesita reglas para encajar en la familia, la escuela y la sociedad: este es el verdadero pasaporte educativo para la vida. Pero todas las normas deben basarse en el respeto y la justicia. El niño irrespetuoso es casi siempre un niño irrespetado. Las reglas deben ser explicadas y corroboradas por la demostración viva y cotidiana de los padres. Una madre que se cepilla los dientes una vez al día no puede esperar que sus hijos se los cepillen cuatro veces al día. Otro grave peligro acecha: todo lo que se hace “a la fuerza” acaba siendo odiado y esto, en el ámbito escolar, puede ser un verdadero desastre que perdura y provoca infelicidad y heridas en padres e hijos.

Formar el corazón de los niños significa dotarlos de motivaciones “afectivas”, es decir, del placer de aprender, de la pasión por saber, que están inextricablemente unidas al placer de vivir. Deben sentir el objetivo propuesto por padres y profesores como estimulante y significativo, atractivo en el sentido etimológico de la palabra. La motivación emocional genuina despierta el interés y la curiosidad, permite superar las dificultades y mantiene la perseverancia.

Por último, es vital dotar a los niños de la capacidad y el deseo de hacer, de intentar y volver a intentar, es decir, de ser activos, protagonistas y no espectadores aburridos.

Estos objetivos sólo pueden alcanzarse si el entorno familiar lo permite y si se lo propone ampliamente el modelo ofrecido por los padres, el estímulo, el reconocimiento oportuno de los progresos y el apoyo en las dificultades.




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