cathopic 1491835730749734 Somos una sociedad distraída. Lo he escrito muchas veces en esta columna. Cada vez nos cuesta más prestar atención, enfocarnos debido al influjo informativo en que vivimos día a día.



Con una población mundial de 7,400 millones de personas, 5,000 millones usan internet, o sea el 63% del total de la población. 7,700 millones son suscriptores a teléfonos móviles. Es decir, hay más celulares que habitantes en el mundo.
4,650 millones son usuarios de redes sociales, lo que equivale al 58,7% de la población mundial total. El 25% lo hace a través de su celular. Con estas cifras nos damos cuenta de que vivir distraído es el pan de cada día.

¿Qué hacer para liberar la mente de esta invasión?  Puedo contarles mi experiencia que tiene que ver con la música.  Desde muy niña disfruté del ritmo. Mi madre cuenta que en misa solía bailar las alabanzas.

La música me ha acompañado en alegrías, tristezas, enojos. Para llorar o celebrar, para estudiar y trabajar, para sobrellevar el caos del tráfico. La música siempre va conmigo. Tengo mis listas de reproducción dependiendo del estado de ánimo: música lenta, tranquila, para trabajar, para fiestas, etc.

Las notas siempre me han ayudado a enfocarme. Mi mayor experiencia fue en mi adolescencia cuando, en el grupo juvenil salesiano al que pertenecía, me invitaron a participar en el coro de la iglesia.

Teníamos asignada la misa juvenil. Éramos unos cuarenta jóvenes dirigidos por el padre salesiano Víctor Bermúdez. Cantábamos a cuatro voces: sopranos, tenores, contraltos y bajos. Cantábamos con partitura en diferentes idiomas, comprendiendo bien melodía, letra y música. En cada canción que aprendíamos, recibíamos una catequesis sobre su significado e historia.

Cantar una canción después de comprenderla era una delicia. Podíamos saborear las palabras comprendiendo exactamente lo que decíamos. Eso le daba fuerza a cada nota. Queríamos expresar el sentimiento en nuestro canto para que los fieles lo vivieran.

Ensayábamos una vez a la semana, con seriedad y pasión. En ese coro aprendí a hacer las cosas bien. El padre Víctor nos transmitió muchos conocimientos musicales y nos ayudó a conectar con Dios a través de la música.

Vivir la misa y orar mientras cantábamos era sencillo. Recuerdo ver a mis amigos cantando con los ojos cerrados, transportados a otra dimensión con alguna indiscreta lágrima.

Nuestra pasión por cantar era tanta que pasábamos nuestras vacaciones de semana santa y navidad ensayando en la iglesia. Nunca he vuelto a sentir un tiempo mejor invertido que ese. Nos volvimos familia. Hoy, veinte años después, si fuéramos convocados a cantar, llegaríamos sin dudarlo.

Ese fue el regalo de la música para mí. Comprendí a temprana edad su poder de influencia positiva en el interior de las personas. Con ella dejé de estar distraída.

Ahora, la naturaleza de mi trabajo requiere estar online a tiempo completo, debo danzar entre el computador, el celular y la tablet. Parece que las horas son consumidas en ese torbellino de información en el que vivo, en el que viven mis hijos y los jóvenes de hoy.

La música, cantar, aprender un instrumento puede ser un excelente medio para lograr paz mental, desconexión del mundo exterior para conectar con el mundo interior que tanta falta nos hace.




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