Amor y enamoramiento. Una de las grandes confusiones del mundo de hoy, que impiden a millones de personas entender la doctrina católica sobre la familia, es la confusión entre amor y enamoramiento. Eso le ocurre a quien dice: “No tiene sentido seguir juntos cuando ‘el amor’ se ha acabado.” Es una confusión que distorsiona por completo el concepto mismo de matrimonio, que es la base de la familia.


Empecemos examinando es significado de los términos que utilizamos: El enamoramiento es ante todo un sentimiento. Nos sentimos enamorados de una persona igual que sentimos antipatía hacia otra persona. Como tales sentimientos no dependen de nosotros, son cosas que nosotros no decidimos. Los sentimientos son cambiantes y no los controlamos. Cuando la gente dice ‘el amor se ha terminado’, lo que en realidad quiere decir es que el sentimiento de enamoramiento se ha terminado o se la atenuado. Y entonces surge la angustia, las tensiones y, en innumerables casos, el divorcio. Es una postura equivocada.
¿Quiere esto decir que debemos huir del enamoramiento? No, en absoluto. Lo que tenemos que entender es que el enamoramiento está llamado a transformarse en algo que es aún mejor. El enamoramiento debe convertirse en amor.
El enamoramiento no es amor, pero apunta hacia el amor. Es un maravilloso don al servicio del amor.
De lo que hay que huir es de los enamoramientos desordenados que no pueden llevar a un amor verdadero. Por ejemplo, el casado que se enamora de la mujer del vecino.
A diferencia del enamoramiento, el amor no es un sentimiento, sino la decisión de entregarse uno mismo a la persona amada. Puesto que nos hemos enamorado y ha surgido entre nosotros el amor, ahora decidimos amarnos más allá del enamoramiento; decidimos amarnos para siempre.
Entonces ya no tendrá sentido decir que el ‘amor se ha terminado’ porque el amor es algo voluntario y, por lo tanto, depende de nosotros.
Se suele decir que el amor es ciego, pero no es verdad. Lo que puede ser ciego es el enamoramiento. Porque produce un sentimiento tan fuerte que solo ve cualidades e impide ver los defectos. En el matrimonio se va pasando de la idealización, al auténtico amor que es mucho más realista y profundo.
En cambio, si se ha basado el matrimonio, solo en el sentimiento y éste se enfría, viene el desastre.
Cuando una mujer dice ‘ya no eres el mismo hombre con el que me casé’, está confundiendo las cosas. Cuando el marido protesta: ‘De novia no eras así’, se engaña a sí mismo. Ambos son las mismas personas antes y ahora. Lo que sucede es que ahora han empezado a conocer al otro como es realmente, con sus defectos. En esta situación, la reacción inmadura (tal común el día de hoy), es huir de lo que no nos gusta y cambiar la realidad por la idealización, el amor real del matrimonio, por el amor imaginario del enamoramiento.
Lo que pasa es que, al casarse, el matrimonio ha llegado a una etapa crucial (cruz-cial) para transformar el amor incipiente, en un amor adulto, mucho más profundo. Lo cual no es fácil ya que exige morir a uno mismo muchas veces (cruz). Cada uno es capaz de donarse sin esperar nada a cambio. El amor busca el bien de la persona amada. El amor auténtico es el de los esposos que han permanecido fieles durante los avatares de la vida. Lo cual solo se puede con la gracia de Dios. Dios mismo, en el sacramento, se compromete a dar la gracia necesaria para amar así.
Un peligro añadido del ‘amor’ puramente sentimental es que degenera fácilmente en mera lujuria. Un amor entendido erróneamente se reduce a mera pasión.
El sentimiento no puede ser fundamento de algo verdaderamente duradero. Se cae en la confusión de pensar que la simple atracción física justifica todo lo demás.
La solución no está en abandonar todo aquello que resulta difícil de comprender desde el punto de vista mundano y ‘moderno’. Al contrario, estamos llamados a predicar la verdad que es capaz de liberar a un mundo esclavo. La misión de la Iglesia es ser sal de la tierra y luz del mundo.

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