Habla señor que tu siervo escucha Escuchar es un arte que se aprende mediante una disciplina personal rigurosa. La tentación es dejar por supuesto que nacemos con esa habilidad, lo cual no es verdad. Pues, escuchar es diferente a oír. La biología se encarga de facilitarnos la habilidad de percibir sonidos. En cambio, interpretar esos sonidos es tarea de la mente... y del corazón.

Para escuchar en dimensión humana es preciso un ejercicio previo de limpieza mental: barrer los prejuicios. Estos deforman los contenidos que el interlocutor busca transmitirnos. El prejuicio puede envenenar la comunicación adelantando una valoración viciada de lo que el interlocutor quiere proponernos.

Parte de este ejercicio de comunicación transparente incluye también la habilidad de escucharnos. Percibir los sentimientos que surgen como eco al mensaje que nos ofrece el interlocutor. Son reacciones internas de color defensivo o agresivo o de menosprecio. Así, el mensaje que él nos ofrece lo recibiremos con un corazón viciado. Diálogo de sordos, se dice.

No es fácil tomar conciencia de estas reacciones malignas del corazón. Habrá que poner una sana atención a esta posible predisposición negativa hacia quien se dirige a nosotros. De lo contrario, podríamos perder la oportunidad de enriquecernos con un diálogo abierto y respetuoso.

La comunicación libre, limpia, cordial no es espontánea. Es el fruto de un entrenamiento exigente. Por tanto, partir de un desarme de la hostilidad que nos divide. Luego, decir la verdad en la caridad. Finalmente, sentirnos custodios los unos de los otros. Más que vencer al otro, se trata de enriquecerlo con el mutuo aporte entre hermanos.

Nuestro diálogo con Dios –la oración- tiene también sus propias exigencias. Se podría caer en un monólogo mezquino de peticiones a lo mejor absurdas. ¿Qué tal si alguna vez dejamos quieta nuestra lengua y abrimos nuestro oído a lo que el Señor quiere decirnos? Además de expresar las razones por las que nos dirigimos a él, debemos abrir los oídos del corazón para escuchar lo que nos quiere decir. Que, sin duda, serán palabras que enriquecen nuestras vidas.

Que el Espíritu nos capacite para asumir la actitud abierta de los profetas, expertos en el arte de escuchar: Habla, Señor, que tu siervo escucha.

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