TM5 260 Mi nombre es Claudia González y tenía 25 años cuando Ever nació. Fue un bebe muy esperado, estábamos muy felices por su llegada.



Nelson y yo nos casamos muy jóvenes e ilusionados por iniciar una vida juntos y formar una familia.

El desarrollo de mi embarazo fue normal, los controles prenatales mostraban que todo iba bien. En el séptimo mes encontraron que tenía bajo el líquido amniótico y mi presión arterial aparecía elevada, lo que se conoce como preeclampsia.

A pesar de los estrictos chequeos semanales, llegó un momento en que la falta del líquido amniótico estaba afectando al bebé. Los médicos decidieron inducir el parto en la semana 33, ya que el bebé no podía respirar bien.

Ever nació de emergencia por cesárea. Al nacer pesaba dos libras y media. Estuvo un mes en incubadora.

Durante ese mes, en nuestras visitas diarias al hospital, no notamos nada extraño. Cada día podían verse mejorías, a pesar de su bajo peso y su tamaño. Eso nos llenaba de esperanza.
Después del alta debíamos hacer una serie de exámenes médicos para descartar cualquier anormalidad. Estos chequeos se hacen normalmente en niños prematuros.

El examen de ultrasonografía frontal mostró que, al momento de nacer, Ever tuvo una leve hemorragia en su cerebro. Eso me preocupó. Me interesé en conocer el significado del diagnóstico: ¿por qué había sucedido?, ¿cuáles serían las repercusiones?, ¿qué medidas debía tomar?

La respuesta de los especialistas era siempre la misma: Debe hacer terapia para que su cerebro restablezca las funciones que pudieran haberse dañado a raíz de la hemorragia: terapia de lenguaje, terapia ocupacional, terapia física.

Asistimos de inmediato al centro de rehabilitación para no perder tiempo. A los seis meses de nacido la fisiatra nos dio el diagnóstico oficial: Ever presentaba las características de un niño con parálisis cerebral.

Nos tomó por sorpresa. Ni siquiera sabíamos las implicaciones que eso llevaba. Tampoco sabíamos en qué consistía sufrir esta condición y lo que significaba para la vida de mi hijo y la de nuestra familia. Fue difícil e impactante asimilar la noticia.

Al principio sentí un poco de tristeza, pero no tuve tiempo de frustrarme, deprimirme o negar la situación. Siempre sentí la fortaleza de Dios. Recuerdo las palabras de mi papá que me han fortalecido hasta ahora: Para Dios nada es imposible.

Tomé la decisión de llenarme de fe y fortaleza en Dios. Decidí hacer mía la cita bíblica: “Maestro, ¿quién pecó para que éste naciera ciego, él o sus padres?”. Jesús respondió: “Ni él pecó ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios”.

Me di cuenta de que Dios iba a ser glorificado en mi hijo y también en mí.

Inmediatamente después del diagnóstico me puse a investigar sobre el tema y conocer otros casos parecidos. A pesar de que el panorama se mostraba difícil, yo trataba de encontrar el lado positivo. Aprendí que la estimulación era vital para ayudarlo a desarrollarse.

Desde el inicio busqué siempre tratar a mi hijo como un niño normal, como todos los demás. Hablarle y exigirle las cosas que él debía ir aprendiendo. Eso sí, respetando su ritmo. Ayudarlo a que fuera independiente y a valerse por sí mismo.

La discapacidad de mi hijo es física e intelectual. Ha tenido que someterse a diferentes operaciones para mejorar su movilidad. A pesar de tener dificultades de aprendizaje, hemos buscado siempre instituciones que nos ayuden a que él pueda desarrollarse según su capacidad, donde sea tratado con amor.

Además de la parálisis cerebral, a los dos años de edad comenzó a sufrir convulsiones. Estuvo en tratamiento neurológico y fue dado de alta a los ocho años. Este año aparecieron nuevamente las convulsiones y estamos tratándolo con medicamentos.

Ever está por cumplir 15 años y hemos alcanzando cosas que los doctores nos dijeron que no podríamos lograr: Puede comunicarse con frases cortas, reconoce las vocales y los números, sabe los días de la semana, puede dar pequeños pasos por sí solo.

Toda nuestra familia ha sido partícipe de los avances de Ever. Mi esposo y mi hijo Nelson, que tiene once años, lo tratan con normalidad y lo incluyen en las diferentes actividades diarias. Nuestra casa está siempre llena de música y alegría.

Uno de los principales retos a nivel personal fue dejar mi carrera profesional para dedicarme al cuido de Ever. Ver los logros en su desarrollo me han hecho sentir que esa renuncia ha valido la pena.

Los retos a nivel familiar han sido de orden económico: educación, medicamentos, terapias. Todo con su respectivo costo. El acceso a la educación especial ha significado un alto costo no siempre viable y que requiere sacrificios en la economía familiar.

También ha sido un reto no darnos por vencidos y buscar alternativas ante los diagnósticos.

Ha sido importante darle el espacio a nuestro otro hijo, Nelson: deporte, estudio. Que no gire todo alrededor de la discapacidad de Ever. En nuestra familia todos somos importantes y cada uno tiene su lugar.

Yo sueño a Ever participando en una actividad deportiva, inscrito en un centro de educación que lo mantenga ocupado y lo ayude a desarrollarse más.

Aconsejo a la familia que convive con alguien con discapacidad, no tratarlo diferente. No importa la discapacidad que sufra, es capaz de participar en la vida diaria e interactuar con los demás.
He cambiado mi forma de ver a las personas con discapacidad. Muchos los ven con lástima o sorpresa. Yo los veo con admiración, porque son capaces de desarrollarse a pesar de sus limitaciones.

He aprendido a verlos con ojos espirituales. Ellos también son valiosos ante los ojos de Dios.

 

Este artículo está en:

Boletín Salesiano Don Bosco en Centroamérica
Edición 260 Noviembre Diciembre 2022

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