La pandemia, fenómeno que nadie había previsto y que lo ha invadido todo, ha hecho renacer la vieja pregunta: ¿por qué?, ¿por qué hay tanto sufrimiento en el mundo?
¿Qué hice yo de malo para tener que sufrir?, ¿no dicen que Dios es amor?, ¿y por qué entonces permite esto?...
Sí, hay mucho sufrimiento: enfermedades y accidentes, sequías e inundaciones, pobreza y desempleo, crímenes e injusticias, cárceles y hospitales repletos. ¿Por qué? ¿se equivocó Dios?, ¿no supo prever?, ¿nos está castigando?
Se puede intentar un balbuceo, pero no hay respuesta. Después del de Dios, tan misterioso e incomprensible, no hay misterio más grande que el del sufrimiento.
La pregunta es muy antigua. Varios salmos y todo el libro de Job están dedicados al porqué del sufrimiento; pero ninguno da una respuesta que deje satisfecho. Solo invitan a fiarse de Dios, a poner nuestra confianza en Dios, a esperar de Él algo mejor.
Y lo más extraño es que el mismo Jesús, aun siendo el Hijo, sufrió mucho: la incredulidad y el rechazo de su pueblo, la farsa de su proceso y la muerte más cruel.
¿Y qué decir de los innumerables mártires de ayer y de hoy? ¿Acaso estaban pagando por sus culpas?
¿Y yo? Cuando era pequeño me tocó vivir los años de la segunda guerra mundial.
Todo el país se paralizó: escuelas, trabajo, transporte. Vinieron los aviones y los bombardeos; muertos en la familia, papá secuestrado, mamá heroica en buscarnos refugios y algo de comer. Pero nunca oí una palabra contra Dios. Así cinco años, hasta que un día anunciaron: ¡Se terminó la guerra! Poco a poco volvió a abrirse el país: las escuelas, el trabajo, la reconstrucción.
La guerra me trajo un beneficio: ¡me permitió conocer a Don Bosco y a los salesianos!
Ellos me invitaron a enrolarme. Lo acepté con entusiasmo. Y fueron setenta años de relativa felicidad. Hasta que... Hasta que reapareció el sufrimiento: el extremo cansancio, la respiración fatigosa, la forzada inactividad. Y la nostalgia de aquellos años, cuando la salud me permitía entregarme a un trabajo incansable: las clases, el canto, la actividad pastoral, los grupos juveniles, la subida a los volcanes y las caminatas por la playa.
Así es toda vida: momentos de sufrimiento, momentos de alivio. Jesús, en el Getsemaní, nos señala la justa reacción ante el sufrimiento. Por un lado, lleno de angustia, pide: “Padre, si tú quieres, aparta de mí esta hora amarga”. Y en seguida añade: “Pero que no se haga mi voluntad, sino tu voluntad”.
Sí, podemos pedir a Dios que aleje nuestros sufrimientos; pero al mismo tiempo debemos abandonarnos en sus brazos, en los brazos de su sabiduría y de su amor.
El Padre no acudió a librar a su Hijo de la muerte; pero le tenía preparado algo mejor: la resurrección. Resurrección para su Hijo y para toda la humanidad.
Es lo que hago en mi vejez, en mis nostalgias, en mi difícil respiración: imaginar ante mí a Jesús colgando de la cruz, asfixiado, y abandonarme en sus brazos, mientras le digo, como el ladrón de la derecha: Jesús, ahora que ya estás en tu reino, acuérdate de mí.
Entonces, ¿todo es oscuro en el misterio del sufrimiento? No. Sufrimos porque el planeta y la vida no son perfectos, están en proceso de evolución. Pero Dios, que no se complace en el sufrimiento de sus hijos, siempre sabe sacar del mal algo bueno: nos recuerda que no somos autosuficientes y que necesitamos la ayuda de los demás; nos recuerda que este mundo no es el paraíso y nos invita a trascender. Y, entre tanto, suscita entre nosotros gestos heroicos de caridad y solidaridad.
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