IMG 1171 Creada de la costilla del hombre, la mujer es «carne de su carne y hueso de sus huesos». Por este motivo, la mujer participa de la debilidad –la carne– del hombre, pero también de su estructura portante –el hueso–. Un comentario del Talmud observa que «Dios no ha creado a la mujer de la cabeza del hombre para que el hombre dominase; no la ha creado de los pies para que estuviera sujeta al hombre, sino que la ha creado de la costilla para que fuera cercana a su corazón». A estas palabras hacen eco las de la «amada» del Cantar de los Cantares: «Ponme como sello en tu corazón…» (8, 6). En estas se expresa la unión profunda e intensa a la cual aspira y a la cual está destinado el amor de pareja.

«¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!»: el hombre pronuncia estas primeras palabras frente a la mujer. Hasta ese momento había «trabajado» dando nombre a los animales, pero permaneciendo todavía solo, incapaz de palabras de comunión.

En cambio, cuando ve a la mujer delante de él, el hombre pronuncia palabras de admiración, reconociendo en ella la grandeza de Dios y la belleza de los afectos. A la comunión rica de estupor, gratitud y solidaridad de un hombre y de una mujer Dios encomienda su creación. Aliándose en el amor serán en el tiempo una «sola carne».

La expresión «sola carne» ciertamente alude al hijo, pero antes aún evoca la comunión interpersonal que implica totalmente al hombre y a la mujer, hasta el punto que constituyen una realidad nueva. Unidos de este modo, el hombre y la mujer podrán y deberán estar dispuestos a la transmisión de la vida, a la acogida, engendrando los hijos pero, asimismo, abriéndose a las formas de la acogida familiar y de la adopción. La intimidad conyugal, en efecto, es el lugar originario que Dios ha predispuesto y querido donde no sólo se engendra y nace la vida humana, sino que es acogida y aprende toda la constelación de los afectos y de los vínculos personales.

En la pareja hay estupor, acogida, entrega, consuelo a la infelicidad y a la soledad, alianza y gratitud por las obras admirables de Dios. Y así se convierte en terreno bueno donde se siembra la vida humana, brota y sale a la luz. Lugar de vida, lugar de Dios: la pareja humana, acogiéndose a la vez y acogiendo al Otro, realiza su destino al servicio de la creación y, haciéndose cada vez más semejante a su Creador, recorre el camino hacia la santidad.

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